Ayer Jueves se casaron dos compañeros míos de trabajo, cada uno con su novia. Es lo que tiene esto de las bodas civiles, el Ayuntamiento te cita y estás a disposición de la concejala de turno. Como no estamos dotados con el don de la ubicuidad, este Sábado por la noche uno de ellos da una fiesta a la que acudiremos y ayer fuimos a la ceremonia y cena conmemorativa del otro. Pensaba yo que ya estaba en la fase descendente del ciclo de bodas, pero (nuevamente) me equivocaba, y este año el registro se mantiene por ahora en cuatro, cifra algo respetable para las treinta y tantas primaveras que me acogen.
Fue el de ayer un día precioso, de esos en los que Madrid se engalana con unos cielos de ensueño, de esos que muchas veces despreciamos con insolencia, absortos como estamos en nuestras menudencias. Nubes blancas, oscuras, nacaradas, rechonchas o filamentosas se movían sin control, esta vez sin riesgo de lluvia, y la temperatura era perfecta para que C pudiera lucir ese vestido sin mangas, sin tener que recurrir a una chaquetilla que hubiese sido necesaria días atrás. No hacía tampoco el calor tórrido de Junio, ese que al paso que vamos no veremos, y todo ello junto contribuyó a realzar la tarde y al ceremonia, que se celebró en el invernadero que se encuentra sito junto a la Junta Municipal de Distrito de Arganzuela. Esta ha sido la segunda boda civil a la que he asistido en mi vida, y ciertamente ha sido mejor que la anterior, en Bérriz, Vizcaya, hace ya muchos años, en al que una alcaldesa con complejo de cura nos dio un sermón impresentable y largo a más no poder. Ayer todo fue muy rápido, demasiado para mi gusto. Cuando te quieres emocionar ya se ha pasado, y la concejala ha leído la normativa por la que todo se rige, y los contrayentes dicen que sí, y se acabó. No hay pompa, boato, lucimiento ni tiempo para poder echar una lagrimita o comentar con el de al lado algún detalle. Musicalmente la cosa fue floja, claro está. El técnico del Ayuntamiento estaba al mando de una pequeña mesa de mezclas y puso dos temas, uno de ellos el Moon River, de Henry Mancici, que oía yo por primera vez en una boda. Es una canción preciosa, que a mi más que a Tiffany me evoca a la propia Audrey Hepburn, a su señorial y escueto porte, a su elegancia innata, ya perdida en el tiempo, sepultada bajo la aparente vulgaridad que nos rodea en los medios y la vida real. Pero la verdad es que la elección me pareció acertada. No pegaba allí música religiosa, ni de corte serio. Tras la ceremonia nos hicimos entre todos unas cuantas fotos gracias a las varias cámaras digitales que había por allí, y estuvimos un rato en el Matadero, complejo de edificios usados antiguamente para esos fines y que ahora, sometido poco a poco a un proceso de restauración, empieza a ser una prometedora área de exposición y muestra en el mundo del arte moderno, el diseño y las vanguardias, con espacios muy modernos en medio de edificios de techos “naturalmente” rotos y salas de aspecto vanguardista y relajante.
Acabamos cenando en un asador guipuzcoano, que cosas, muy cerca de allí. Estábamos poca gente, pero fue una noche divertida e interesante. Tanto A como C, que son muy tímidos, estaban nerviosos y se les veía un poco abrumados, pero es que ya se sabe, pese a que lleven tiempo viviendo juntos y Adriana, su hijita, se porte como un cielo, eso de casarse siempre impone mucho respeto, y es un paso trascendente en la vida. Ya nunca serán solteros, y pese a los chistes tópicos, siempre es algo a celebrar, así que desde aquí mis felicitaciones y deseos de una vida de casados lo más plena y feliz posible.
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