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lunes, julio 29, 2024

Fiasco en París

No suelo seguir en detalle las olimpiadas, ni las pruebas deportivas ni las ceremonias con las que se inauguran y clausuran. Esas ceremonias suelen ser actos que siempre se alargan más de lo previsto, que incluyen un programa de mensajes y significados que, muchas veces, no logro captar, y que se diseñan a mayor gloria del país anfitrión, que las usa como escaparate de sus logros, como si no fuera ya poco éxito lo que le costó en su momento “convencer” a los siempre transparentes y nunca corruptos miembros del COI que la ciudad en la que se celebra el evento fuera la seleccionada entre otras candidatas.

El comité organizador de París 2024 dijo que la ceremonia de apertura de esta olimpiada iba a sr única, por primera vez fuera de un estadio, y que sería el Sena y sus orillas el escenario que iba a coger al desfile de atletas y toda la serie de actos asociados que se iban a suceder. Desde un punto de vista televisivo, la ceremonia de apertura es un evento goloso, que permite lucirse a los realizadores y ofrecer lo último en técnica de grabación y dispositivos. A su favor cuenta el hecho de que se produce en un recinto cerrado, controlado, y que eso hace que uno sólo se tenga que preocupar de hacerlo bien en ese entorno. La idea de sacar el acto al exterior, en un espacio enorme y difuso, se mostró, al entender de los expertos, como fallida. Era imposible dar una imagen de unidad de lo que sucedía en un entorno tan grande y en el que había múltiples puntos de interés demasiado alejados unos de otros. Por lo que iba leyendo, la sensación general era de deslavazada, inconexa, fragmentaria. No había un hilo conductor claro. La secuencia de barcos con los atletas no se podía seguir de manera coherente y ellos eran casi indistinguibles dada la distancia a la que se hacían las tomas. La sucesión de números musicales, artísticos e interpretaciones en todo el proceso también resultaban poco acordes con lo que se veía en el río, y la sensación general era de algo improvisado, cutroso y con un aire de pachanga de pueblo, nada que ver con lo que se espera de una ceremonia de este tipo en un escenario tan espectacular como es París, una ciudad en la que el arte y la belleza aparecen casi en cada esquina. A medida que transcurría la ceremonia los comentarios críticos iban subiendo de tono por lo que se veía, por lo que no y por cómo la realización televisiva trataba de mostrarlo. En tiempos de basura política como los que vivimos se empezó a crear una batalla entre los que defendían la originalidad y transgresión de lo que se nos enseñaba frente a los que lo calificaban de mamarrachada. Me apunto a estos últimos, pero no por el hecho de que se mostrasen drags o cualquier otro tipo de personaje ambivalente o similar, no, sino por la cutrez y fealdad con la que los organizadores combinaron unos elementos que no pegaban entre sí y que, en su conjunto, eran absurdos. Todos los años en Canarias se organiza una gala de elección de Drag Queens que le da mil vueltas a lo mostrado en París en gusto, clase y estética. No, lo que acabó siendo la ceremonia parisina fue algo feo, cutre, de saldo, propio de una verbena de bajo presupuesto, que no tenía un pase. Además, cosas del exterior, contaron con la mala suerte de la lluvia, una lluvia que por momentos era torrencial, y que contribuyó a deslucirlo todo. Ante los elementos poco se puede hacer, pero bueno, dado que París tiene el clima que tiene y que llueva y haga frío es algo que puede suceder en cualquier momento del año, se volvieron a ver las costuras de una organización que pensó que esa tarde iba a ser como una de las del tórrido verano madrileño. Las cámaras televisivas poco podían hacer en medio del aguacero y, por lo poco que vi e iba leyendo de comentarios de personas a las que valoro, con un gusto y criterio estético superiores al mío, el resultado global era desolador.

En el tramo final hubo dos puntos estéticos que sí fueron acertados. El momento de encendido del pebetero, colectivo, con una escenografía que homenajea al globo aerostático de Montgolfier, y la actuación de Celine Dion, rememorando a Edith Piaf, desde la balconada de la Torre Eiffel. Dion triunfó porque cantó excelentemente bien, y lo hizo con una canción de Piaf que es, sí, bella. La ceremonia fea y cutre acabó con un toque de belleza, que no pudo eludir todo lo que se vio en las varias horas precedentes. En fin, un fiasco. Pero bueno, siempre quedará Paris, que vale mil veces más que cualquier olimpiada. La imagen que proyectó Francia al mundo fue la de una nación en crisis, ajena al gusto y la estética.

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