La inmigración es uno de los grandes temas en las sociedades occidentales actuales, sometidas a presiones políticas y sociales en torno a la gestión de los que llegan de fuera que no hacen sino exacerbar los dilemas de un asunto mucho más complejo de lo que parece, y en el que la hipocresía es absoluta. Y en este caso ese sentimiento de falsedad anida tanto entre los dirigentes políticos como en el conjunto de los ciudadanos, que mantenemos discursos muy opuestos según donde estemos y en qué momento y circunstancia, seguramente porque no sabemos cómo compatibilizar lo que, a la vez, tantos ven como amenaza y oportunidad.
Hay dos discursos extremos en este asunto. Uno, el de la entrada sin restricciones, que es enarbolado por partidos que se dicen de izquierda, sobre todo cuando no están en el poder. Otro, el de la defensa del castillo, el cierre completo de fronteras y el impedir que los inmigrantes lleguen, que es vendido por las formaciones de extrema derecha. Entre medias, todo tipo de posiciones políticas que mezclan el derecho de acogida a los inmigrantes con la necesidad de que sean otros los que los acojan en proporciones muy diversas. Si se pregunta a la sociedad su opinión al respecto predomina más la visión del castillo que la de la acogida, pero en la práctica casi todas las familias españolas que conviven con una persona anciana tiene contratada a una asistenta, a tiempo completo o parcial, procedente en su inmensa mayoría de naciones de África o América Latina, haciendo un trabajo de gran responsabilidad, inmensa necesidad, nada valorado y que los de origen nacional no queremos hacer. Y esa dicotomía se da en multitud de empleos en los que la mano de obra inmigrante es la que trabaja ante la ausencia de nacionales que, por demografía, o por querencia, no existen. El mundo en el que vivimos no funcionaría si no hubiera inmigrantes, lo sabemos casi todos, no lo quiere reconocer casi nadie. Y claro, todos asociamos inmigración a la parte más cruenta de ese proceso, a las personas que mueren en el estrecho, Mediterráneo o Atlántico en viajes infames que le hacen a uno pensar de dónde huyen para creer que esa travesía es una opción mejor. Por esa vía cientos mueren cada año y unos pocos miles llegan a nuestro territorio, pero la gran pasarela de entrada de la inmigración, en nuestra nación y en todas, son los aeropuertos, donde cientos de miles llegan con visado de turista y no regresan. Ahí no hay desgracias, no hay muertes, no ha y periodistas que narren porque apenas hay nada que narrar. La inmigración latinoamericana en España, la mayor en porcentaje respecto a la total, no ha llegado en pateras, sino en vuelos de clase turista. Lo cierto es que si uno se pone a darle vueltas a este asunto descubre muchas verdades incómodas, discursos de odio por doquier y, por lo bajinis, la admisión de que la inmigración es necesaria para nuestra sociedad. El que los de origen nacional cada vez seamos menos, por la natalidad, y más envejecidos, contribuye a agriar el debate, porque los miedos vitales crecen con la edad y la sensación de que el paraíso de la juventud se perdió para siempre (destripe, no era ningún paraíso) nubla el entendimiento y el juicio. Nuestras sociedades son multiculturales, y lo van a ser más, por necesidad mutua. La ley debe ser aplicada a todos los que residen en el país, sea cual sea su origen de procedencia, sin distinciones. El empleo y la riqueza que la inmigración crea es un aporte para las naciones en las que se da y, pensemos, un enorme coste de oportunidad para los lugares de origen de esas personas, que las han perdido, a ellas y a todo lo que ellas hubieran podido crear. Hay que tratar este asunto con cabeza fría y sin demagogias, que son tantas y tan falsas como peligrosas.
En el caso particular de los niños de canarias, a los que hemos denominado con las siglas MENA para despersonalizarlos y podamos considerarlos como cosas, no como personas, es evidente que no pueden seguir en las islas, porque allí la capacidad de acogida está más que superada. Varios miles de ellos deberán ser trasladados a la península y realojados en las distintas regiones, que tienen recursos de sobra para ello si destinan una pequeña proporción de los gastos superfluos que todos sus gobiernos, sea cual sea el signo político, utilizan para darse coba y propaganda. Ante las urgencias, se acuerdan soluciones, y ante el problema de fondo, se piensa y trabaja. Es tan simple como eso. Pero no se hará así, casi seguro que no.
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