Ayer era un buen día para que alguna cadena de televisión echase la película de “El puente de los espías”. Hay bastantes filmes ambientados en la guerra fría, pero este, que es de los más recientes, se centra en las labores que subyacen a un proceso de intercambio de prisioneros entre EEUU y la URSS. El protagonista, un abogado de Nueva York, excelentemente encarnado por Tom Hanks, debe lograr la liberación de un aviador americano que ha caído en la Europa del este, usando como pieza de canje a un espía ruso detenido en Manhattan, (Mark Rielance borda su papel). La peli tiene tensión e intriga y, sobre todo, transmite verosimilitud.
Ayer, quién lo iba a decir a estas alturas, se produjo el mayor intercambio de presos entre EEUU y Rusia desde que se dan estos eventos, guerra fría del pasado incluida. Más de veinte personas fueron intercambiadas, y otras muchas naciones como Eslovenia, Polonia o Alemania participaron en el juego, trasladando las piezas con las que se iba a producir el trueque al aeropuerto de Ankara, en suelo turco, nación que, al parecer, ha ejercido un papel de mediador. Son más los occidentales liberados, entre ellos un periodista del Washington Post y un militar naval que habían sido condenados recientemente a penas poco inferiores a la veintena de años de cárcel en juicios sumarísimos celebrados en Moscú. En esas vistas se palpaba la sensación de poca justicia y de que las condenas rápidas y duras podían ser un claro mensaje de pacto para que, vía Washington, se produjera un trueque. Rusia obtiene a menos de diez del total de personas intercambiadas. Entre ellos está Pablo González, periodista español que llevaba dos años preso en Polonia, acusado por aquel gobierno de ser un espía ruso y de colaborar con las fuerzas invasoras desde que se produjo el inicio de la guerra de Ucrania. Pablo tiene la doble nacionalidad, rusa y española. Otro sujeto de los liberados y que llegó a Moscú lo hizo desde Alemania. Se trata de un hombre que asesinó en territorio germano a un líder de la oposición chechena, y que por ese crimen fue condenado por los tribunales germanos. En su momento Putin calificó el acto criminal de “patriótico” y bueno, ya se sabe cómo entiende el dictador ruso el concepto de patria. En un gesto poco habitual el propio Putin acudió anoche al aeropuerto moscovita al que llegaron los ex prisioneros rusos, y los recibió uno a uno al bajar la escalerilla del avión que los llevó a la capital rusa. Posteriormente se reunió con ellos en una sala de las instalaciones y les dio la bienvenida oficial a casa, en una ceremonia retransmitida por la televisión rusa en la que Putin aparecía como el salvador, el benefactor de los rusos, que promete cuidarlos cuando caen en las garras del depravado enemigo occidental y que cumple lo que ha comprometido. No se ha visto a Putin dando consuelos a los familiares de los miles de rusos a los que ha mandado ir a su infame guerra de invasión de Ucrania, para que mueran en la mayor de las indignidades, quizás el aparato de propaganda del Kremlin no lo ve conveniente, pero ayer sí era un día de oportunidad para que el sátrapa se sintiera orgulloso y, de cara al consumo interno, convirtiera el acuerdo en una victoria personal. Dado el perfil de los liberados, en parte lo es, dado que los cargos que tienen los acusados rusos son bastante más graves, y probados, que los que recaían en los occidentales, pero en todo caso, ayer se produjo un juego de tablas, de esos de suma cero, en el que ambas partes consiguen algo y se pueden quedar satisfechas, y hasta cierto punto, sentirse ganadoras.
Los comentarios de todos los medios coinciden tanto en la enorme magnitud del intercambio como en las complejas negociaciones que se han debido dar a escondidas para llevarlo a cabo. Y, también, en el amargo sabor a pura guerra fría que deja, a situación de incomunicación, de hostilidad total entre dos bloques cuyo enfrentamiento no hace sino crecer. Con China mirando y respaldando al Kremlin, el pulso entre Moscú y Washington es total y, aunque el decorado haya cambiado en lo tecnológico y la vestimenta, el aire que se respira ahora en ambas capitales al pensar en el otro está igualmente viciado a como lo estaba en los años tensos de la segunda mitad del pasado siglo XX. Un déjà vu nada tranquilizador recorrió ayer las cancillerías de medio mundo.
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