Es curioso cómo se desarrollan las noticias, encontrar el
punto en el que algo que sucede con asiduidad se convierte en noticia, en
titular y en fenómeno de portada. Llevamos cerca de medio millón de desahucios
en estos dos últimos años, que han sido ignorados por todo el mundo a excepción
de los sufridores de los mismos y algunos indignados que se manifestaban en
contra, y han sido los dos últimos suicidios, antes ha habido más, los que han
llevado este tema a portada, el
último de ellos, el de Barakaldo, con un perfil muy distinto al esperable.
Ahora que está en las portadas y abre los telediarios el
gobierno y la oposición, como siempre con el pie cambiado y a rebufo de los
acontecimientos, tratan de alcanzar un pacto que impida que esa epidemia se
extienda y, sobre todo, se los lleve por delante. Sin embargo se enfrentan a un
asunto muy complejo y difícil de abordar. Y es que, frente a lo que se dice en
los medios, no es la ley hipotecaria la que provoca el desahucio de la
vivienda, sino el impago del préstamo a ella asociada. De lo que sí es
responsable la ley española, frente a la de otros países, es de extender la
deuda más allá de la pérdida de la vivienda, porque lo que la ley obliga al
hipotecado es a devolver el dinero que el banco le prestó. En una coyuntura de
precios de la vivienda crecientes un supuesto impago se podía saldar con la
renuncia del piso porque su valor de mercado era probablemente mayor que el de
la hipoteca, pero con el mercado inmobiliario hundido y con visos de seguir así
durante bastantes años la entrega forzosa del piso es casi seguro que no
logrará extinguir la deuda, por lo que al drama de perder la casa se une el
sinsentido de seguir debiendo dinero a la entidad financiera. Desastre total.
Por ello las soluciones que se están discutiendo pasan por dos vías. Una,
promover acuerdos entre el banco y el hipotecado de tal manera que, en caso de
entrega del piso, se extinga la deuda, sea cual sea el valor de la misma o del
inmueble. Esto es lo que se llama dación en pago, que no soluciona el tema del
desahucio, pero sí el de la deuda en su conjunto. La otra solución es que el
banco renuncie a desahuciar y que el hipotecado pague una renta de alquiler en
esa vivienda, de menor cuantía que la cuota del préstamo, durante un tiempo
pactado. Esos importes cancelarían préstamo y permitirían al inquilino seguir
residiendo en la vivienda hasta que pudiera encontrar un trabajo u otra fuente
de ingresos que permita volver a la situación habitual del préstamo. Obviamente
hay un problema en todo este asunto, y es que hay que definir qué tipo de
hipotecados pueden acogerse a estas medidas de gracia y salvar así su vivienda.
¿Familias con o sin hijos? ¿Cuántos? ¿Con mayores a su cargo o no? ¿Qué estén
en paro o que, teniendo ingresos, no puedan hacer frente a su hipoteca? ¿Cuál
es el límite máximo de cuota mensual que se considera “elevado” para a partir
de ahí tacharlo de abusivo? Poner un límite en alguna parte hará que,
inevitablemente, unos se queden a un lado de la frontera del los beneficiados y
otros no, y surgirán polémicas y protestas. Además siempre habrá quien pueda
decir que en los años de la burbuja él tuvo un comportamiento responsable y,
frente a sus amigos que se iban a un adosado con ingreso ridículo, él se compró
un piso pequeño que daba la risa, y que ahora son a los que calcularon mal sus
ingresos a quienes se les va a ayudar y a él, que nunca tuvo parcela ni garaje
ni nada sólo se le suben los impuestos para pagar todo este desaguisado.
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