Es imposible seguir los casos de
corrupción que asolan España a la velocidad a la que son descubiertos. Unos y
otros se solapan y compiten, se pegan y aplastan en las portadas de los medios,
cada cual más aparatoso, sucio, rastrero y caro, con personajes conocidos que
no dejan de aumentar en cantidad y rango, y extienden sobre el país una
inevitable sensación de podredumbre generalizada, de asfixiante bochorno ético,
de puro asco ante lo que se contempla. Parce que se ha instalado una feria en
la que el caso más grande tuviera premio, o se llevara honores. Es desolador.
El
caso conocido ayer destroza gran parte de la estructura del PP en la Comunidad
de Madrid, uno de sus feudos históricos, ha llevado a la cárcel a varios
alcaldes de localidades relevantes, uno de ellos, el de Parla, del PSOE, y ha
logrado la detención de Francisco Granados, hasta hace un par de años el
segundo en el poder regional tras la
absoluta Esperanza Aguirre, que ayer pidió perdón y expresó vergüenza, pero que
no hizo lo que debía. Dimitir. En medio de este nivel de podredumbre las
palabras de los dirigentes políticos suenan no sólo huecas, sino falsas. El PP,
por su responsabilidad de gobierno, y el PSOE en segunda línea, corren el
riesgo de ser barridos en las urnas por un populismo barato y fantasioso,
encarnado en Podemos, que ve como estos casos le hacen la campaña de una manera
casi automática. Y ante esta situación, ¿qué hacen los dirigentes de los
partidos políticos señalados? Nada, en la práctica nada. Pedro Sánchez, que
todavía no controla un PSOE deslavazado, ofrece imagen modernista, pero un discurso
hueco y que apenas resulta creíble en medio de tanto ruido. ¿Y Rajoy? Ni eso.
Parapetado en la Moncloa, reinando sobre él su clásica estrategia del avestruz,
escondido esperando a que pase la tormenta y no le salpique, la cobardía que
demuestra Rajoy ante los problemas reales empieza a ser patológica. Es cierto
que su estrategia de actuación, que no ha variado un ápice en todas las décadas
que lleva en política, le ha funcionado, le ha servido para escalar puestos y
llegar al máximo de la carrera de un político en España, la presidencia del
gobierno, pero su nula capacidad para mostrar empatía pública y una
comunicación nefasta le han convertido en un personaje extraño, que se sitúa
por encima del bien y del mal, que pretende pasar sin gobernar, que no quiere
romper cosas en su partido para no herir sensibilidades históricas, y que no
parece darse cuenta de que preside una formación política que se deshace como
un castillo de arena ante los golpes de las olas judiciales. Y sobre todo, que
preside un país. Que es el presidente de una nación asustada, alucinada,
enfadada, indignada, en la que millones de personas se han visto obligadas a
realizar sacrificios, algunos muy necesarios, otros pensados con los pies, y
que contemplan como semana tras semana su esfuerzo es consumido, a un ritmo de
cientos de millones de euros por caso corrupto, por personajes públicos que en
muchos casos demandaban esos sacrificios y, en todos ellos, alardeaban de su
ejemplar conducta. La situación empieza a estar fuera de todo control y, como
se vio en el caso del Ébola, la estrategia cobardica de Rajoy sólo se vence
cuando la marea está a punto de tragárselo. Día a día, gestión a gestión, la
credibilidad del gobierno cae a pasos agigantados, y la estatura moral de
quienes en él permanecen se ve empequeñecida por cada vez que, aferrados a un
cumplimiento de la ley que proclaman como guía y norte, muestran una
ejemplaridad negativa, en la que ni la ley ni la moral son guías de su actuación,
sino meros estorbos en su propósito de mantenerse en el cargo.
Poco a poco este escenario empieza a parecerse
cada vez más a los años que fueron de 1993 a 1996, con un PSOE en descomposición,
con corruptelas diarias y un González que se deshacía en medio de la
podredumbre. En aquellos años su orgullo le cegó y le condenó a la derrota y el
oprobio. Ahora Rajoy, enfrentado a una situación que se le parece bastante,
puede ser devorado por esas llamas que contempla, sereno, desde la casa del
consejero Arriola que, junto a otros, le conducen al patíbulo. Deberá vencer su
cobardía si quiere volver a ganarse parte del respeto y credibilidad que, en
gran medida, ha perdido. Sino, su carrera estará finiquitada, y los populistas,
que son aún más falsos y demagógicos, verán cómo se alfombra su camino hacia el
poder. Y la sociedad española, por culpa de nuestra codicia e ignorancia, perderá
nuevamente. Perderemos. Como siempre
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