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lunes, enero 30, 2023

Adiós a La Central de Callao

Hoy lunes 30 de enero, ya está cerrada la librería de La Central, ubicada en pleno centro de Madrid, en la calle Postigo de San Martín 8, al lado de la plaza del Callao. La librería ocupaba un palacete restaurado, con planta baja y dos superiores organizadas en torno a un diáfano patio interior. Tenía secciones de todo tipo, destacando la de ensayos del segundo piso, y el buen gusto con el que estaba organizada la zona infantil a la entrada. En su cafetería, instalada en el patio, se servía un café aceptable, lo que es meritorio en una ciudad en la que, por lo general, está malo. Era, a mi entender, la librería más bonita de toda la ciudad.

Quizás tocaría hacer ahora el típico artículo sobre el enfado que produce la decadencia y el cierre de un establecimiento así, y no les voy a engañar si les digo que algo de eso anida en mi interior desde que hace un par de meses me enteré de que este cierre era inevitable. Más me cabrearé cuando el edificio reabra con otro destino, el que sus propietarios hayan escogido para rentabilizar los casi doce millones de euros que han pagado por él. Podemos ir haciendo apuestas sobre si será hotel, apartamentos de lujo, alquileres turísticos u otra tienda de ropa más. Si me dejaran escoger, elegiría esta última opción, que me daría una rabia inmensa, pero al menos volvería a permitir que se entrase en el interior del edificio y poder así contemplar sus artesonados y frescos, un lujo que hasta ahora estaba al alcance de todos y que era el marco perfecto para el bibliófilo adicto. Pero no, no quiero ir por la melancolía. Las cosas suceden, los negocios abren y cierran porque deben ser rentables, en un mundo en el que usted, yo y todos los demás vivimos de lo que ingresamos y nos pagan (iba a añadir “generamos” pero mejor lo oculto) y la venta de libros es un negocio más que deja unos márgenes dados y unos ingresos que son los que son, mayores que los de otras empresas y menores que otras más. Es absurdo escuchar mensajes sobre la necesidad de que la cultura sea gratuita, porque salvo las musas, si es que existen, los creadores y los demás que participan en el mundo cultural tienen el extraño rito de comer cada día y de necesitar objetos que sirvan para su desempeño vital, como usted y yo. No se alimentan del aire ni viven en parnasos divinos, sino que duermen en camas ubicadas en habitaciones de viviendas y necesitan luz y agua corriente, y calefacción en días horrendamente fríos como estos. Al creador se le remunera por el éxito de su creación y la industria cultural es eso, una industria más, que satisface necesidades al público que las demanda. El apoyo de las instituciones es decisivo para que determinadas iniciativas culturales sigan en marcha, sí, pero ese apoyo se hace con dinero que sale de unos presupuestos que se financian con impuestos o deuda. El mundo del libro, concretamente, es uno de los sectores de la industria cultural que, curioso, mejor ha resistido los avatares de la tecnología y el shock pandémico. Se pensaba que el libro electrónico iba a desbancar al editado de toda la vida, pero no ha sido así, las ventas se mantuvieron mientras que la tecnología devoraba los soportes del cine y la música, convirtiendo sus ventas en algo residual. Con la pandemia volvió el miedo a qué es lo que pasaría con los libros, y su éxito de ventas fue una de las pocas sorpresas positivas que nos dejó aquel tiempo de oscuridad. El ecosistema librero se mantiene y Madrid, como otras ciudades, es un lugar bien abastecido de librerías en las que uno puede pasar el rato ojeando novedades y revisando repisas en busca de títulos que le interesan o sorpresas que le salgan al paso. Afortunadamente leer sigue siendo algo que está bien visto y el negocio editorial funciona de manera bastante autónoma de la subvención y el apoyo institucional. Se podrá discrepar de la calidad de mucho de lo que se publica, y ahí les daré la razón a los que lo critican, pero tampoco esos escandalizados pueden eludir el que muchas de las grandes ventas, que a veces no son literarias (y a veces sí) son las que permiten editar el resto de títulos, cargando con los costes de un negocio que no podría vivir sólo de lo excelso. Como en toda industria, hay más y menos calidad. Es lo normal.

Sí, me duele el cierre de La Central, pero no se puede vivir de la melancolía. La empresa catalana ha alquilado un local justo en frente, mucho más pequeño, la cuarta parte de lo que tenía en el palacete, y ahí llevará su sección de novela, la más rentable de todas, relegando ensayo y demás a la sede principal que tiene en el Museo Reina Sofía. Será una versión de la Central con c minúscula, con vistas a lo que fue la gran librería. Y sin cafetería, que no hay sitio para ello. Pero se podrán seguir comprando libros, allí y en otros muchos lugares. La ciudad pierde un espacio espacial, un sitio de gran belleza que la hacía diferente, mejor. Los tiempos son así, no paran.

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