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martes, abril 09, 2024

Ardanza y el PNV pactista

Ha querido la casualidad de que Jose Antonio Ardanza, ex Lehendakari del gobierno vasco, haya fallecido en plena campaña electoral de las autonómicas vascas. Ayer, a los 82 años, murió sin que tuviera noticia alguna sobre cuál era su estado o si padecía una enfermedad prolongada. Un poco de manera sorpresiva, su marcha hizo que volvieran a televisión imágenes de épocas pasadas, de relativa unidad ante el terror, y de los crueles efectos del mismo, ejecutado por ETA y su entorno, en una sociedad amedrentada, oscura, de escenas televisivas en color, pero de permanente negrura.

Ardanza representó durante muchos años la cara racional, la posibilista, del nacionalismo vasco. Allí, al contrario que en Cataluña, ya se había producido una escisión desde los sesenta entre el sentimiento nacionalista moderado y el radical, casi de manera perfecta coincidente con la división ideológica entre derecha e izquierda. Con el apoyo de los extremistas y el silencio de los moderados nació ETA y la violencia que de su mano se adueñó de décadas de historia vasca, que no terminó con el final del franquismo y la llegada de la democracia, sino que siguió con más saña si cabe en los tiempos de la libertad reconquistada. En el PNV convivieron siempre dos filosofías ante el terror, una de oposición y de cierta incredulidad ante lo que sucedía, que era la que representaba gente como Ardanza, y otra de comprensión a la causa, de discrepancia en las formas, pero de cierto apoyo en el fondo, que muchos identificaron con los discursos de Arzallus, pero era más evidente en otros dirigentes nacionalistas como Eguibar. El PNV, partido de poder, poseedor de una cultura marcada por el catolicismo a ultranza, el carlismo decimonónico y la constante sensación de superioridad frente a todos los demás, veía a ETA como un estorbo para sus planes, pero también, como un elemento que le hacía el trabajo sucio y le permitía obtener réditos, las famosas nueces del árbol caído que dijo una vez Arzallus. Desde su posición de gestor de la Comunidad Autónoma, Ardanza veía como ETA se iba convirtiendo poco a poco en un cáncer totalitario que, alentado por una parte no pequeña de la sociedad, iría atentando cada vez contra más instituciones en su afán por hacerse con el poder y sembrar el miedo como herramienta perfecta para lograr sus objetivos. Por encima del nacionalismo estaban las personas, y es probable que, en su fuero interno, Ardanza siguiera pensando que los que no tienen los apellidos vascos son menos que los que sí los lucen, pero su repugnancia ante la violencia fue creciendo a medida que pasaban sus años como Lehendakari y la vileza etarra se acrecentaba. Con una Herri Batasuna que cambiaba de nombre con frecuencia y servía como soporte, defensa y milicia popular a la aristocracia de las pistolas, Ardanza supo ver que el PNV debía comprometerse en la lucha contra el terrorismo, aunque el precio a pagar fuera poner a los suyos, a los que si consideraban como suyos, en la lista de objetivos de los asesinos. No estuvo sólo en esta posición política, algunos de los dirigentes de su partido le apoyaron, pero justo es decir que no estuvo arropado por todo el partido. A medida que el pacto de Ajuria Enea, impulsado por él y los dirigentes de otras formaciones políticas, se convertía en un baluarte ante el ataque terrorista, parte del PNV empezó a inquietarse tanto por el mero hecho de que los etarras empezaran a amenazarles a ellos como por la incomodidad que les suponía tener que enfrentarse a unos desalmados que, en el fondo, eran creyentes de la misma fe nacionalista que ellos, desde los batozkis, defendía. Eran los radicales, los ultras, sí, pero los etarras eran de los suyos. Este desgarro en el partido fue creciendo, y también la campaña de atentados etarras, que ya no dudaba en tocar instituciones que el PNV creía que eran suyas (y lo sigue pensando) como la ertzaina, EITB y, en general, todo lo que tenga que ver con el poder establecido. Llegó un momento en el que Ardanza, tras demasiados años al frente del ejecutivo vasco, no quiso o no pudo seguir, y dejó de ser candidato. Su relevo sería Ibarretxe, el pupilo de aquellos peneuvistas que deseaban pactar con ETA para que les dejase en paz, dejara de matar al resto o no.

Ardanza, al contrario que Garaikoetxea, su predecesor, desapareció de la política vasca, en un movimiento que desde fuera se ve como anómalo, pero que no lo es tanto en un partido, el PNV, donde el poder de las siglas y la formación excede, por mucho, al que pueda llegar a proporcionar un cargo institucional. La extraña defenestración de Urkullu de hace unos meses es una nueva muestra de esa forma rara de ejercer que tienen los de Sabin Etxea. Con Bildu pisándoles los talones y amenazando con ganar, la muerte de Ardanza es el recordatorio de que existió, aún lo hay, un nacionalismo posibilista, con el que se puede hablar y pactar, aunque en el fondo de él rabie la misma intolerancia hacia el otro que caracteriza esa ideología, por encima del toponímico con el que se asocie. Fue mejor que muchos de los que le rodearon, no es poco elogio.

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