Nuestro desgobierno, entretenido en su onanismo, sigue degradando las instituciones y tratando de amoldar la realidad al deseo de los sediciosos que le mantienen en el poder por siete escaños. Es nauseabundo, sí, pero eso es lo único que le importa, a ellos y a sus propagandistas, que siguen cobrando puntualmente. Pero fuera, en el mundo real, con las cosas de comer, suceden hechos que son bastante más relevantes y que amenazan la prosperidad de nuestras economías. Sí, no los sueldos de los que venden las infamias del gobierno, esos serán los últimos que dejen de cobrar antes de que Sánchez deje la Moncloa, pero hasta entonces no tienen por qué preocuparse de menudencias sobre China, coches, viviendas o cosas tan de pobres.
La industria automovilística es uno de los puntales de la economía europea, una de sus mayores fortalezas tecnológicas y comerciales. España no tiene marcas propias, por lo que perdemos la mayor parte del pastel, que se dedica al diseño, innovación y decisión, pero sí somos muy buenos en fabricación y montaje, y son varias las marcas que poseen centros de producción en nuestro país, clasificados entre los mejores del mundo por su productividad. Las grandes empresas del sector son francesas y alemanas, y ellas lideran a la UE en este aspecto, con algunas otras marcas marginales que son más bien exóticas. Hasta hace poco el sector, de manera global, era liderado en ventas por las empresas japonesas y en tecnología y prestigio por las europeas, especialmente alemanas, mientras que las norteamericanas se habían quedado un tanto atrás en ambos sentidos, pero dado el poder de su mercado eran las terceras del mundo. Esto ha cambiado radicalmente con dos grandes sismos; la introducción de China como mercado y productor y el proceso de transición ecológica. Lo primero fue un espaldarazo inicial a las ventas de los productores occidentales, que desarrollaron fábricas allí y empezaron a dominar un mercado inmenso y, casi, virgen. Las empresas de coches chinas eran arcaicas y estaban a gran distancia de sus competidores. La transición ecológica ha sido justo el proceso contrario. El gobierno chino, apostando plenamente por el coche eléctrico, ha subvencionado desarrollos tecnológicos y productivos que han permitido que marcas chinas sean las líderes mundiales en la fabricación y venta de coches con batería, desbancando a la norteamericana Tesla, mientras que las empresas europeas, las reinas de la eficiencia del motor térmico, han visto cómo sus propulsores y plataformas técnicas asociadas eran adelantadas por un coche, el eléctrico, que mecánicamente es de una simpleza abrumadora frente al vehículo convencional, y en el que el software de control y la batería que lo impulsa son las piezas fundamentales. La ventaja que tienen las empresas chinas en ambos aspectos es grande, y sus modelos ya inundan los mercados occidentales. Más allá de los problemas que tiene el coche eléctrico y de su, por ahora, estancamiento global en ventas, es evidente que las marcas chinas han venido para quedarse y pueden cubrir, con su inmensa capacidad productiva, el mercado europeo. Y las empresas nuestras se encuentran, de repente, con la irrupción de un competidor con carácter disruptivo, en lo tecnológico y comercial, y se han asustado. Hacen bien. Y los gobiernos, que obtienen enormes ingresos del sector del automóvil y que encuentran en sus inversiones y empleos asociados una fuente de estabilidad económica y social, empiezan a sentir escalofríos. Creo que aún no los suficientes. Por ahora hay dos respuestas posibles ante el reto chino, aparentemente contradictorias. Una es aliarse con ellos, como hemos hecho en España con el acuerdo para que Chery compre la antigua planta de Nissan en Barcelona para que monte allí sus coches eléctricos. La otra es la de imponer aranceles a los vehículos que vende China para compensar las subvenciones con las que el gobierno de aquella nación dopa a sus empresas. Esta segunda medida es el proteccionismo de toda la vida que se traduce, sobre todo, en un incremento de los precios de venta del producto al que se imponen los aranceles y en un perjuicio para el consumidor que lo compra. Es una medida que genera perjuicios globales y suele ser muestra de fracaso competitivo. En este caso, desde luego, así es.
Ante los aranceles, China puede responder de tres maneras. Una, la vía Chery, que es poner plantas productivas en Europa y terminar ahí el proceso de montaje del vehículo, por lo que un coche al 95% hecho en China pasa a venderse como europeo. Efectivo, pero lento. Las respuestas rápidas son la imposición de aranceles simétricos, por lo que la ineficiencia y el aumento de precios es generalizado. Y una tercera respuesta es la de empezar a ejercer su poder, el derivado de ser la segunda economía del mundo, y el poseedor de necesarios recursos materiales y productivos, para dejar claro (chantajear) a la UE y ver quién es el que aguanta más dolor. Las cosas ya no van sobre ruedas en el mundo del coche, y no sólo por el ERE de Ford. Europa empieza a perder, también, esta batalla tecnológica. Y lo podemos pagar carísimo.
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