Este pasado viernes se produjo un incidente, por un error humano, que llevó a parte de nuestra vida a retroceder algunas décadas. En algún punto de EEUU, imagínense una oficina cualquiera en el medio oeste, o en un lugar californiano no muy llamativo, un empleado de CrowdStrike, una empresa de antivirus, pulsó el ok a cargar una actualización de su software en el sistema Windows en servidores de la nube. Era el último paso antes de que ese trabajo de actualización, creado por desarrolladores de software de la empresa, empezase a funcionar, y a buen seguro tras él, se iría a tomar un merecido café con otros compañeros de trabajo. Dejo a su elección la tipología de donuts con los que sería acompañado.
A los pocos minutos estaba claro que no iba a haber nada dulce en ese día para ese empleado, empresa, y muchos otros miles de personas y corporaciones en todo el mundo. El software cargado tenía un error que tiraba Windows, hacía que el sistema operativo del ordenador no funcionara, y eso se iba propagando, a la manera de un virus, en todos aquellos equipos en los que la actualización se iba instalando. En unas horas el caos global era enorme, con miles de vuelos cancelados al no funcionar los sistemas de seguimiento de las torres ni las tareas básicas de las terminales, como facturación o gestión de embarques. Empresas de todo el mundo se encontraban con que sus trabajadores no podían no sólo fichar, sino ni si quiera abrir documentos en unos equipos informáticos que, de repente, se habían vuelto bastante inútiles. El viernes 19 fue un día de caos global, con afecciones de todo tipo, que resultó ser bastante más intenso en las naciones anglosajones pero que impactó en todo el mundo. Microsoft, la empresa cliente del antivirus, fue la gran perjudicada, y los usuarios de sus sistemas, millones en todo el mundo, lo notaron de una u otra manera. Curiosamente, en mi trabajo, donde usamos Windows como casi todo el mundo y, de manera creciente, sistemas de nube relacionados con la marca de Redmont (Azure, 365, etc) no tuvimos incidencia alguna, todo funcionaba correctamente, aunque de vez en cuando a algunos compañeros les llegaban correos de error porque no habían podido ser entregados, por fallos en los sistemas de destino. Económicamente, el viernes 19 fue un día de pérdidas no previstas en empresas y gobiernos, de una manera global, y en una época de muchos viajes, por lo que el impacto en turismo, reservas y demás resultó ser de lo más intenso. A medida que el caos crecía empezaron a surgir las voces, nunca faltan, que alertaban de la excesiva dependencia de nuestras vidas de la tecnología, y de los problemas que ello ocasiona. Son declaraciones agoreras que contienen un pequeño porcentaje de realidad, mucho más de alarmismo y una dosis de hipocresía notable, porque todos los que esas cosas denuncian no dejan de usarlas, y sus advertencias llegan a todo el mundo gracias a esas tecnologías de las que dicen abominar. Que el software, y demás desarrollos tecnológicos, tiene fallos es una obviedad, no es precisamente el descubrimiento del Pacífico. De hecho, como todo lo construido, posee problemas, una vida límite, se somete a un proceso de degradación y puede llegar a causar problemas mal usado. A los coches les pasa lo mismo, son útiles, pero si uno se estampa contra un muro por ir demasiado deprisa y se mata la cosa ya no es tan agradable. A nuestros cuerpos humanos, desarrollados por la evolución de manera no dirigida a lo largo de millones de años, les pasa lo mismo. Son fantásticos, pero fallan, dan problemas, se rompen, y a veces son injustos. Un infarto puede matar en minutos a una persona que, por lo demás, está perfectamente, un ictus cerebral es capaz de convertir la mente más lúcida en un folio en blanco, vacío, y destruir una personalidad en momentos. ¿Depende nuestra vida demasiado de cosas tan nimias como los vasos sanguíneos capilares que riegan el cerebro? Sí, pero es lo que hay. Uno puede vivir sin piernas, sin brazos, sin ojos, sin oídos, pero apenas aguantamos tres minutos sin respirar. Las cosas son como son y, como en todo sistema complejo, algunos componentes son más críticos que otros.
Sí, en un mundo analógico, como el de hacer cuarenta o cincuenta años, el software no podía causar problemas, pero tampoco seríamos capaces de hacer casi nada de lo que hoy es instantáneo, generalizado, accesible y baratísimo en tiempo y recursos. El progreso tecnológico tiene sus peajes, caras amables y otras más oscuras. Renunciar a ello es una elección personal pero no una opción social viable. El conocimiento y las ideas se expanden, y frenarlas no suele ser viable, ni lógico, ni rentable. Sí, sin internet no somos nada, pero ¿les gustaría volver a un mundo en el que no existiera? ¿Con todas sus consecuencias? ¿Todas? Piensen fríamente antes de contestar. Si lo desean, con papel y bolígrafo en la mano.
Mañana es fiesta en Madrid, nos leemos el viernes 26.
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