martes, abril 29, 2025

Simulacro de colapso

El título de hoy se lo tomo prestado a Rafa Latorre, el presentador de la Brújula de Onda Cero, porque me parece una buena definición de lo que se vivió ayer, en uno de los días más anómalos, desagradables y peligrosos de nuestras vidas. Lo que empezó en la oficina pasadas las 12:30 como un suceso llamativo, con las pantallas vueltas a negro, se convirtió en pocos minutos en una experiencia colectiva extraña que se fue oscureciendo mucho más que el nulo reflejo de los ordenadores, en medio de un sol radiante. A los pocos minutos estaba claro que el día iba a ser muy negro.

Dentro de la secuencia de eventos históricos que se ha puesto de moda vivir, y de la que me manifiesto harto, el apagón general es uno de los que más se ha descrito como disruptor de la vida conocida, y tanto series como otras obras de ficción han relatado la sensación de desamparo que surge cuando todo se apaga. Divertido para verlo desde el sofá, pero nefasto en la realidad. La electricidad es la que hace que todo, todo, todo lo que nos rodea funcione. No hay ascensores sin luz, por lo que las torres de pisos u oficinas se convierten en celdas inaccesibles. No hay transporte colectivo de gran dimensión, porque trenes, metro y sistemas similares se paran y no sirven para nada. Los coches funcionan, pero las bombas que sirven para que el combustible suba de los depósitos subterráneos a las mangueras se paralizan, por lo que el surtidor se vuelve inútil, y la autonomía del vehículo empieza a descontarse a medida que se consume el líquido que resta en el depósito, y una vez terminado, el coche no sirve para nada. Los grifos del agua funcionan en algunos casos por gravedad, gracias a la presión, pero son muchos los sistemas de abastecimiento que requieren bombeo para que el líquido mantenga la presión en las tuberías, y esas bombas son eléctricas, por lo que el abastecimiento en muchos casos se paraliza, especialmente en los barrios altos de las ciudades. Así, poco a poco, uno empieza a contar todo lo que le rodea y se da cuenta de que la electricidad lo sostiene todo, y su ausencia nos devuelve rápidamente a un mundo medieval. Y luego, claro, está el mundo moderno de las telecomunicaciones, internet, móviles, datos y demás. Todo eso requiere electricidad a mansalva, y si falta todo se acaba. A una velocidad progresiva, pero se acaba. Los servidores de datos y equipos de nube suelen disponer de sistemas de respaldo para garantizar un cierto tiempo de vida encendidos o, en todo caso, proceder a apagados controlados, pero acaban cayendo, y la telefonía móvil y datos requiere que los miles de antenas situadas a lo largo de la geografía nacional puedan mantener su contacto con la red eléctrica. Algunas de ellas poseen baterías que les permiten aguantar más tiempo, pero cuando su capacidad se apaga dejan de funcionar. Ese es el motivo por el que ayer, alguna hora aún después de producido el apagón, móviles y redes todavía funcionaban y permitían conectarse, llamar, informar, avisar. Pero el proceso de caída de las antenas empezó, de manera inexorable, desde el primer momento en el que la corriente general se fue, por lo que era cuestión de tiempo que el sistema de telecomunicaciones del país colapsara. En mi caso perdí la conectividad a eso de las 15:30 más o menos, y desde entonces el aislamiento en el que se vivía hasta no hace muchas décadas empezó a ser la norma obligada para todo el mundo. A partir de ese momento, con o sin batería, el móvil tampoco servía para nada. Millones de personas, empresas y servicios que viven por y para la realidad digital se convirtieron en nada, en oscuridad y silencio. No es, ni mucho menos, lo más relevante de lo sucedido ayer, pero los adictos digitales se vieron sometidos a todo un síndrome de abstinencia ante el fracaso de la tecnología moderna. No hay influencer que aguante vivo más de una hora sin luz. Como definición de la fragilidad de nuestro mundo no está mal.

Cosas que funcionaron bien. La seguridad, en una jornada potencialmente peligrosa, que parece haberse saldado sin incidentes violentos ni actos de pillaje significativos. Los sistemas de respaldo diésel de hospitales y aeropuertos, que se activaron y permitieron que esas instalaciones críticas funcionaran de manera más o menos normal, frente a lo que sucedió hace pocas semanas en Heathrow, donde un cortocircuito no fue suplido por el sistema de respaldo y el aeropuerto se tuvo que cerrar. Y la paciencia de un país, exhausto, que ayer volvió a ser sometido a una prueba de estrés de enormes dimensiones, sin que a esta hora ni se sepa el por qué ni se haya esbozado una explicación coherente.

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