Vargas Llosa era de los últimos que pueden ser considerados como intelectuales, en su sentido puro. Responde esa figura a una creación europea, francesa, en la que el artista toma posición en el escenario público para opinar y crear opinión sobre los temas políticos y sociales del momento. El intelectual vivió su época de gloria tras la IIGM y su decadencia ha sido lenta pero inexorable. Algunos de los popes de esa época tenían auténtico poder, su discurso condicionaba el quehacer de políticos y gestores, y ocupaban, sin detentarlo, cargos de responsabilidad en el país. Apenas queda nada de eso.
Una de las causas de la decadencia del intelectual, entre otras muchas, ha sido el comprobar cómo el presunto conocimiento con el que se comprometía en una causa no era sino mero interés ideológico, una pose, en la que de sapiencia había poco, soberbia mucha y deseo de figuración por todas partes. Que alguien como Sartre defendiera los derechos de los trabajadores franceses en nombre de la utopía comunista, una dictadura de las peores, supone el ejemplo perfecto de cómo muchos de los que se subían a los púlpitos a predicar a lo laico cometían las mismas incongruencias que los que, con sotana, declamaban sermones desde los tiempos pretéritos. Vargas Llosa tuvo su tiempo de enamoramiento marxista, un momento en el que esa ideología lo impregnaba todo y daba carta de moderno y respetable a cualquiera. Pero Vargas Llosa no era como los demás, anidaba en él un espíritu crítico que se llenaba con conocimiento, no con dogmas. Conoció la dictadura de verdad, no como los privilegiados parisinos que hablaban de ella desde la comodidad de una Europa democrática. Sabía el mal que el poder absoluto es capaz de hacer, y luchó toda su vida contra él. En sus años de juventud parisina el marxismo le pareció una ideología válida para combatir las dictaduras militares que se repartían por su país y otros de Latinoamérica, pero pronto se desencantó, al descubrir que ese discurso presuntamente libertador escondía otro tipo de dictadura. No, una no puede ser erradicada por otra, ambas deben ser proscritas. Famoso es el pasaje en el que, preguntado por la preferencia de una dictadura de derechas, tipo Pinochet en Chile, frente a una comunista, y los beneficios económicos de una y la ruina de la otra, Vargas Llosa afirma que ambas son injustas, y que el precio que se paga en una por la prosperidad no compensa, nunca. La sociedad libre es la aspiración a la que debemos entregar nuestras fuerzas, no porque en ella se construirá un paraíso, que no existe, sino porque es el único espacio conocido en el que los ciudadanos, cada uno con su pensamiento, preferencias y aspiraciones, logran buscar y desarrollar su futuro sin ser oprimidos. No alcanzar, porque eso no depende de uno ni de los demás, pero sí buscar. Hay que huir de pontífices que venden utopías, cielos, comunas de paz, eras doradas y cosas por el estilo, coartadas para que un hombre fuerte y su camarilla se hagan con el poder. Tras renegar del marxismo y de toda idea de totalidad, Vargas Llosa sufre el desprecio de muchos de sus correligionarios, que lo tachan de traidor, pero es entonces cuando empieza a desarrollar el auténtico papel del intelectual, de el que habla de lo que sabe, y calla de lo que no, el que pondera argumentos, lee, critica, analiza, huye de frases hechas y, sobre todo, renuncia a la manada. El de aquel que, en la soledad de su pensamiento y lecturas, desarrolla un juicio propio sobre lo que sucede y descubre verdades parciales en muchos lugares, mentiras manifiestas en no pocos, y pocas certezas a las que asirse. En la estela de Montaigne, el primer ensayista, que se encerró en su torre con libros para tratar de entender lo que le rodeaba, Vargas Llosa escribió y, sobre todo, leyó como pocos, en abundancia y variedad, y desarrolló una ideología personal en la que el liberalismo fue el ancla que le permitió encontrar un puerto seguro. Puerto en el que no se dicta a los demás sobre cómo ser, sino que se les permite ser y se les conmina a dejar al resto que lo sean. Ese fue su credo, con c minúscula, sin fe, pero con convicción.
De entre sus ensayos, para mi destaca por encima de todos La llamada de la tribu, un compendio de sus lecturas y de la vida de pensadores liberales que le influyeron a lo largo de todos sus años, un perfecto repaso de trayectorias y de ideas con las que Vargas Llosa elabora un discurso en defensa de la libertad individual, las sociedades abiertas, los derechos de las personas y la necesidad de que la vida social en la que nos desarrollamos los humanos esté presidida por el respeto mutuo y la no imposición de un gobierno absoluto. Vargas Llosa fue un intelectual de verdad, de esos que no presumen de serlo, que no van de ello, que dudan. De ahí la valía de su discurso.
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