La presidencia rotatoria de la UE ha perdido gran parte de su sentido una vez que la Unión ha institucionalizado los cargos de presidente del Consejo y de la Comisión, otorgándoles competencias y relevancia. En la práctica el semestre sirve para que una nación se encargue de la logística y agenda de lo que las instituciones comunitarias deben hacer, y sí aporta algo de relevancia a la dirigencia del país que la ocupa, pero poco más. A veces, como pasó en España el año pasado cuando nos tocó, se vende por el gobierno como un acontecimiento de importancia planetaria, cuando es bien poca cosa en lo práctico. Una oportunidad de lucimiento y mucho trabajo burocrático, poco más.
Por eso Orbán, el presidente de Hungría, no actúa en sus viajes como cargo de la Unión, no representa a los veintisiete, no se puede atribuir una potestad de la que carece, pero no es menos cierto que sí simboliza, hasta el 31 de diciembre, un papel que es un poco más relevante que el meramente circunscrito al de gobernante de su nación. Por eso, se debe ser cuidadoso en las formas y las declaraciones, más de lo que ya debiera ser habitual en gente que ocupa un cargo de relevancia pública. Pero no, más bien al contrario, Orbán ha decidido que, ahora que ocupa el pequeño escaparate global que le otorga la Unión en la que no cree, va a usarlo en contra de esas Unión, en la que nos encontramos todos. Ya se le advirtió por parte de las instituciones europeas que tuviera cuidado, que no hiciese nada anómalo. Hace unos días visitó Kiev, ya lo comentamos aquí, y la escena era la hipocresía total, pero es que, a los pocos días, saltándose a la torera todos los límites morales, se plantó el mandatario húngaro en Moscú, y estrechó la mano del dictador ruso con un semblante mucho más sonriente con el que miró al dirigente ucraniano en la asediada Kiev, Entre los oropeles del Kremlin Orbán se sentía como en casa, a gusto, no tenía que disimular la incomodidad que no dejaba de exhalar cuando se encontraba en el Maidan. Estaba ante el hombre que admira, el dictador al que le gustaría imitar, el hombre fuerte providencial, la luz de la nación, que él aspira encarnar para los magiares. Esa visita a la sede del oscuro poder ruso fue, literalmente, un acto de traición, una afrenta al espíritu de la UE. No será algo que puede ser perseguido ni penal ni administrativamente, por lo que me temo que no habrá sanción alguna que se le pueda imponer, pero es una traición a la idea de la Unión, al espíritu que emana de los tratados, a nociones como las de libertad, derechos humanos y sociedad civil que están en el fondo de lo que entendemos por Europa y las sociedades modernas. Orbán visitó con orgullo a un dictador que somete a su nación y ataca militarmente a una nación vecina y soberana, con la que la UE comparte frontera física y lazos de todo tipo. No contento con este gesto, enmarcado en lo que el dirigente húngaro entiende como una labor mediadora en busca de la paz (ya se sabe, ríndete de una vez, maldita Ucrania) Orbán visitó China unos pocos días después, extendiendo gestos de complacencia ante el dictador Xi, por parte de una de las naciones más receptivas a iniciativas surgidas dentro del proyecto de la franja y la ruta. China es uno de los puntales en los que se apoya Putin para financiar su guerra y obtener suministros, no tanto de armamento directamente, pero sí de tecnologías, componentes y materias primas necesarias para su producción. Y claro, con el pleno respaldo moral de Beijín Moscú ha encontrado allí un mercado en el que exportar parte de sus bienes energéticos y saltarse así las sanciones que occidente ha interpuesto para tratar de ahogar la economía rusa. Sin el apoyo chino Putin vería muy complicado mantener el nivel de esfuerzo militar de la guerra. Precisamente por eso Orbá, que es traidor pero no tonto, les ha visitado a ambos, regalándoles la mejor de sus crueles sonrisas.
Esta semana Moscú ha lanzado nuevos y crueles ataques sobre Kiev, causando decenas de muertos. La destrucción de una maternidad ha dejado escenas horrendas que pasarán al catálogo de la infamia de esta larga guerra, que son similares a otras vistas en conflictos anteriores. Esas muertes injustas, salvajes, decretadas desde el Kremlin, no supondrán mella alguna en la coraza mental del dictador Putin, que las busca y desea con avidez, y a ser posible en mucho mayor número, para así tratar de rendir la voluntad del país atacado. Con su visita, con sus gestos, Orbán es cómplice de esos asesinatos. Bajo las ruinas de los edificios arrasados esta semana en Kiev también está la imagen, y la falta de escrúpulos, del mandatario húngaro. Ese es el rastro que deja su traición.
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