Hoy en dos semanas tendrá lugar el día electoral en EEUU, aunque cada vez sean más los estados que permiten el voto anticipado, y por ello millones de ciudadanos ya ha acudido a las urnas a dejar su decisión. La campaña, sucia, empeora. Este fin de semana Trump ha dicho en un mitin que Kamala ha sido una vicepresidenta de mierda, literalmente, con esas palabras, sin tapujo alguno. Lo curioso, o ya no, es que eso ha sido jaleado con gozo por los asistentes al encuentro, y es probable que le de más votos de los que le pueda quitar, lo que define muy bien la degeneración a la que ha llegado la política allí, y aquí, y en todas partes.
Hace tiempo que los políticos, exclusivamente preocupados por ser reelegidos y sacar tajada del tiempo que puedan disfrutar de sus cargos, descubrieron que las nuevas formas de comunicación, especialmente las redes sociales, premian el exabrupto, la estupidez, la palabra malsonante, el escándalo. Proponer y trabajar no genera “me gustas” y lanzar insultos y mentir hace que el ruido sea el alimento de los algoritmos para progresar y captar la audiencia. Sí, no todo son redes sociales, pero lo que en ellas sucede cada vez condiciona más la vida real, y el estruendo que de ellas emana se contagia a los medios de comunicación tradicionales, que ven como sus audiencias declinan y deben sumarse al circo de la bronca para conseguir espectadores, porque nada engancha más que las malas formas. Lo que se ha llamado el “sálvame” de la política se ha convertido en un bucle constante de mamporreros, creadores de lemas, ideólogos de lo sucio, mentirosos, insultadores profesionales y todo tipo de sujetos de baja estopa subidos a los aledaños del poder establecido o del que pretende suplirle, todos ellos con unas formas odiosas que, a mi, sólo me generan repulsión. Hace tiempo que la política dejó de ser una manera imperfecta pero posible de tratar de encontrar respuesta a las disputas sociales para convertirse en una mera generadora de disputas. Y esa fábrica de broncas ha conseguido avinagrar relaciones y todo aquello a lo que toca. Ahora resulta que es política ver una televisión u otra, comprarse un coche u otro, coger o no una bici, y soplapolleces por el estilo. Todo se quiere ver desde una óptica política para así conseguir que esas máquinas de ruido se realimenten lo más posible, consiguiendo más y mas relevancia en las redes. Se crean polémicas inmensas por asuntos de estupidez colosal que obligan a todo el mundo a posicionarse, a estar indisociablemente unido a uno u otro bando, bandos artificiales diseñados en una sala de marketing, y de cada una de esas segmentaciones se obtienen resultados sobre la pureza ideológica de los que son los fieles a mi idea, a mi partido, a mi líder. Todo es una cutrez y banalidad insoportable, y claro que los que denunciamos esta deriva, que somos pocos, se nos tacha de todo desde los que las fabrican, porque el tibio es lo peor de cara a un algoritmo que necesita sesgos para retroalimentarse. La degeneración de los perfiles que acceden a los altos cargos de la administración y la gestión política es tal que, sinceramente, ninguno de ellos sería capaz de pasar ningún proceso de selección para trabajar en empresa alguna, dada su inutilidad, pero son válidos como convencidos repetidores de consignas, y eso es lo que les otorga el prestigio, al fe de los suyos, los miles y miles de seguidores, algunos reales, otros falaces, que les jalean a diario en el absurdo en el que se ha convertido la crónica política. Esto pasa en todas las naciones occidentales. En España, y dada la incultura generalizada de nuestra sociedad, las falacias y basuras a las que uno se exponen son aún de un calibre superior a las que se dan en otros países, pero no tienen una excepcionalidad muy grande. Las opciones de que Trump sean reelegido son altas, y eso nos dice mucho del momento que estamos viviendo.
Vi el otro día, referido al proceso electoral norteamericano, que un número creciente de estadounidenses ha decidido reducir su exposición a las noticias para evitar la bronca política y, así, poder establecer un cortafuegos en sus vidas privadas respecto a lo que de ahí emana. Es lógico. Desde hace tres meses no compro prensa los fines de semana, por decisión consciente, para no tener que pagar por argumentarios escritos desde un despacho de poder que son de una estupidez indigna, de un valor muy inferior al papel en el que se han impreso. Si la única manera de sobrevivir al ruido es escapar del ruido, sólo esos necios quedarán en su charca de lemas falaces. ¿Qué hacer? ¿Cómo soportarlo? ¿Es posible revertir la situación? ¿Quedará algo de vergüenza entre tanto indeseable e interesados a sueldo?
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