Una de las teorías más importantes en el mundo de la economía es la de las expectativas racionales. Tiene mucho aparejo técnico, pero se basa en una idea sencilla y lógica. Los agentes económicos, sean consumidores, empresas o lo que sea, actúan de manera racional y maximizan su satisfacción ante las distintas alternativas que les ofrece el mercado o la realidad. Valoran sus preferencias y escoge lo que les genera una utilidad superior. Cada agente actúa, en todo momento, como una especie de ordenador, ahora diríamos IA, que busca optimizar a cada paso que da para salir ganando.
Esta idea, aplicada en agregado o a problemas particulares, revolucionó gran parte de la teoría económica moderna y sirvió, entre otras cosas, para que uno de sus creadores, Robert Lucas, recibiera el premio Nobel. Una de las grandes críticas que surgieron frente a ella es la de que los agentes no son máquinas y actúan muchas veces de manera inconsistente, irracional, sin sentido, como vemos casi a diario en nuestro entorno. Lo cierto es que en algunas ocasiones sí se observan comportamientos racionales, maximizadores, pero en otras no, y eso llenó de dudas a los expertos. Para salvarnos a los economistas y, de paso, hundirnos el prestigio, llegó a nuestras vidas Daniel Kahneman, psicólogo israelí que ha desarrollado un enorme trabajo de investigación y experimentación para fundar no una corriente de pensamiento, sino una idea profunda sobre cómo actuamos realmente los humanos en la vida real, tanto en situaciones convencionales como bajo estrés, incertidumbre o factores variados. El resultado es, por así decirlo, llamativo, y para la idea de expectativas racionales de Lucas supone un golpe bajo. Entre sus muchos trabajos, el compendio más accesible de sus estudios se encuentra en el libro “Pensar deprisa, pensar despacio” que es de lectura obligada, sea uno economista o se dedique a cualquier otra cosa. La teoría de Kahneman tiene cinco ideas fuerza fundamentales. Una es que tenemos dos sistemas de pensamiento, por así llamarlo, uno instintivo, de origen animal, que responde muy rápido a los estímulos, y otro racional, fruto de la evolución, que es bastante más lento y reflexivo. Normalmente ambos trabajan de manera conjunta y, para nosotros, resulta muy difícil distinguirlos. Dos; es el sistema de pensamiento instintivo, el rápido, el que toma la mayor parte de las decisiones que ejecutamos ante dudas y dilemas, especialmente en cosas que nos produzcan satisfacciones rápidas, como por ejemplo comprar chucherías en la cola del supermercado, o darse un atracón de series en la tarde previa a entregar un trabajo o cosas así. Tres; que este sistema instintivo posee una serie de sesgos, no de fallos, pero sí de errores sistémicos a la hora de valorar la realidad, basados en nuestras experiencias, la información que recibimos, las sugerencias que nos llegan, etc, y que esos sesgos nos llevan a adoptar muchas decisiones que no son ni racionales ni óptimas para nosotros ni nada por el estilo. Cuatro; que, aun conociendo esos sesgos, estamos casi condenados a recaer en ellos una y otra vez porque se encuentran tan insertos en nuestro sistema cerebral que es muy difícil evitarlos. Quinto, que el pensamiento reflexivo, que a veces sí es el que toma decisiones, gasta la mayor parte del tiempo en encontrar justificaciones que nos hagan creer que las decisiones tomadas por el sistema instintivo eran, en efecto, las mejores que podíamos haber elegido, aunque no haya nada que, realmente, de soporte a esa sensación. Actúa como una máquina de excusas para dejarnos satisfechos ante la elección por la que hemos optado, evitando remordimientos y similares. Armado con esta cadena de ideas, Kahneman desarrolla experimentos, pruebas y tests en las que grupos de personas de muy distinta extracción social y bagaje caen de manera reiterada en una serie de sesgos que él ha identificado y catalogado, de tal manera que las elecciones se alejan de lo que sería lo más probable. Esto introduce enormes posibilidades de engaño a quienes plantean esas elecciones, por ejemplo, los vendedores, de tal manera que se puedan forzar o dirigir ventas y lograr que uno que no quería comprar nada al final salga de la tienda con las bolsas llenas, la cartera vacía y, encima, satisfecho.
Kahneman también recibió el premio Nobel de economía, en una muestra de lo apasionante pero gris que resulta esa ciencia, donde lo uno y su contrario pueden ser ciertos en días alternos. Su vida personal es casi tan apasionante como el fruto de sus estudios, y realmente todo estudiante de económicas, y de otras muchas disciplinas, debiera tenerle en el programa de su carrera como un autor fundamental. Como Copérnico o Darwin, que derrumbaron pedestales eternos que nos elevaban a los cielos de la exclusividad, Kahneman derrumbó gran parte de la montaña de ego sobre la que se asientan muchas de nuestras convicciones. Falleció en Semana Santa. Sea reconocido por siempre su trabajo.
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