jueves, diciembre 17, 2015

Una agresión a un político lo es a todos nosotros, para Mariano Rajoy

17 años. En la imagen se le ve serio, quieto, expectante, pensando su próximo movimiento, aunque no sea pensar precisamente lo que sucede en el interior de su cabeza. De complexión ancha, se mantiene pegado a quien va a ser su víctima, sin separarse de él pero sin hacer movimiento extraño alguno. De repente, coge un impulso feroz, rota su cuerpo de manera perfectamente coordinada y con el puño del brazo izquierdo, el situado más lejos de su víctima, lanza un directo contra la cabeza de la misma que impacta plenamente en su objetivo, despojando de las gafas al agredido, haciendo que se tambalee y dejándolo medio grogui. Con sólo 17 años.

A la salida del local donde, de manera improvisada, las fuerzas de seguridad han reducido al atacante, un grupo de simpatizantes y amigos lo jalean, aplauden y vitorean mientras el agresor, orgulloso, es introducido en el coche que lo va a llevar a comisaría no sin antes levantar los pulgares en un signo de alegría y orgullo por la acción realizada, porque haya llegado a buen término. Esa escena, la del atacante orgulloso y la de los que lo jalean, es la más grave de las que pudimos ver ayer, la del exhibicionismo de la violencia y el apoyo de la misma. Ese chaval sabía lo que iba a hacer, y tenía el apoyo de muchos. Sabía que atentar contra una autoridad es hacerlo contra la institución, que pegar a un político es pegar a sus votantes, que herir a un representante público es herir a una democracia que es la que ha determinado que ese representante lo sea. Toda violencia política busca torcer el resultado de unas urnas, a las que considera débiles, huecas y vacías. Cuando esa violencia política se ejerce trata, sobre todo, de amedrentar a la ciudadanía, de coartar la libertad del votante. En la figura del agredido el violento golpea, pega, dispara, mata, apalea, veja, a todos a quienes le votaron en un momento, o pudieron hacerlo, o lo harán en el futuro. Es el lenguaje del matonismo, del fascismo, frente al de los votos. Durante muchas décadas es lo que día a día hemos vivido en el País Vasco, donde una banda de matones a suelto jaleados por un grupo de la sociedad trataba de amedrentar a todos los que no compartían su xenófoba, fascistoide y racista visión de la sociedad. Hubo momentos en los que ese amedrentamiento fue total, logró excluir a gran parte de la sociedad de la política, por el miedo, por el terror, por la efectividad de una violencia a la que nada ni nadie ponía freno ni castigo. Hoy en día, pasados los años oscuros, ese recuerdo debe permanecer siempre en la memoria, no sólo para homenajear a las víctimas, que también, sino para recordar que la democracia se defiende siempre frente a los violentos que, vestidos de los pelajes e ideologías que en cada momento mejor les venga, tratan de coartarla. Corresponde a los demócratas defendernos de actos que, como los de ayer, provienen de un mismo fanatismo, encauzado mediante visiones religiosas, políticas o de cualquier otro tipo, que alcanzará el máximo grado de violencia a la que pueda acceder, pero que siempre tendrá una idea en mente. La de la dominación de los demás, la destrucción de la libertad y la ley que otorga derechos a todos, la opresión de la mayoría diversa y plural por parte de una minoría homogénea, única, cerrada y cerril, que no admite otra visión del mundo que no sea la suya. La de la implantación de una dictadura que oprima a todos. Ese es el único objetivo de los violentos y totalitarios.

Ayer la cara de Mariano Rajoy encarnó la de todos nosotros. En su rostro todos fuimos golpeados, sus gafas caídas eran la metáfora de nuestros derechos, golpeados y maltrechos, arrancados de su lugar por el puño violento de un fanático. Nada justifica la violencia contra un cargo político. Nada. Nunca. Y hay que repetirlo una y otra vez para que el virus del fanatismo, que siempre, siempre está ahí, no logre arraigar. La democracia vencerá a sus enemigos, pero para ello los demócratas debemos tener siempre claro lo que nos separa de ellos. La ley y el respeto a las ideas. Las nuevas gafas de Rajoy serán la imagen de esa defensa, de esa democracia que, golpeada, sigue y se levanta frente a los violentos.

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