viernes, octubre 31, 2008

Profanación

Existen lugares que podríamos denominar como sagrados para cada uno de nosotros, sitios en los que hemos vivido algún acontecimiento especial, nos vimos por primera vez con la mujer, o donde concebimos a los hijos, o el estanco en el que relleno alguno ese boleto de la primitiva que le ah convertido en un remedo humano del perrito Pancho. Cada uno posee rincones especiales asociados a momentos igualmente especiales de su vida, y pertenece a su espacio privado, a su más secreta y profunda intimidad. Sólo uno los conoce, o aquellos muy allegados a los que se les revelan los secretos más íntimos.

También existen lugares sagrados públicos. Sitios o instituciones en las que muchas personas se sienten representadas, las notan como propias y creen que deben ser defendidas. A parte de los templos religiosos, donde esa sacralidad se lleva hasta el sentido último del término, instituciones, museos y demás entran en ese catálogo teórico de espacios comunes de respecto. Para mi la Universidad también lo es. Quizás en España no lo sea para mucha gente, dado que es una institución acomplejada, a la que la sociedad no presta el valor, importancia y dinero necesario, y que es vista más como una fábrica de parados, o un repositorio donde almacenarlos antes de que se apunten a las listas de empleo, que un lugar de enseñanza, convivencia y vida. También es cierto que el funcionamiento de la Universidad en España deja mucho que desear, con profesores desmotivados y alguno de ellos incompetente, falta de medios crónica, corporativismo rampante y un espíritu investigador que brilla pro su ausencia. Pero pese a ello amo mucho a la Universidad, quizás porque en los años que pasé en ella disfrute mucho, sigo pensando que fueron los mejores años que llevo de vida, y en ella conocía personas maravillosas con las que, afortunadamente, sigo manteniendo un contacto, aunque siempre menos frecuente y estrecho de lo que debiera. La Universidad no sólo es estudiar, aunque lo debe ser por encima de lo demás, creo, sino también una forma de convivir, una vía para conocer gente, opiniones divergentes a la de uno y poder contrastarlas. Si encima estamos hablando de un campus, a parte de la imagen norteamericana clásica de las borracheras y las juergas, podíamos pensar por un instante en la no menos clásica imagen estadounidense de los grupos de discusión y de trabajo, las clases participativas, el reunirse con unos amigos para hacer un trabajo, disfrutar con ello y luego irse por ahí de juerga. Es u momento de la vida que me parece no sólo irrepetible, sino obligatorio, porque puede llegar a enseñar más de la vida y de los demás que muchos otros lugares, y aquí pienso en el entorno de trabajo, del que como sabrán algunos de mis conocidos tengo una mala impresión. La breve experiencia que me dan mis años de trabajador me hace añorar cada vez más la época universitaria y al cierta nobleza que allí encontré, que tan escasa se está volviendo con el tiempo, y la presión propia de eso que llamamos trabajo.

Por todo eso,
cuando ayer ví las imágenes del atentado etarra contra el campus de la Universidad de Navarra me sentí especialmente herido. Un grupo de desalmados, más que probablemente de edad universitaria, decidieron causar una matanza en un recinto destinado al conocimiento, silenciar la voluntad y la opinión, amordazar a la sociedad poniendo la venda en una de sus principales focos de expresión. Quiso al fortuna de que hoy sólo estemos hablando de unas pocas decenas de heridos, y no de un desastre con varios muertos, pero la maldad y la repugnancia que ofreció ayer ETA, con ser típica de su estilo, no deja de parecerme aún más cruel. Una profanación es lo que se produjo ayer. Algo habrá que hacer para que el recinto sagrado vuelva a estar “limpio”.

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