martes, abril 01, 2025

Morir en la mina

Todos nos quejamos, con demasiada frecuencia, de nuestro trabajo, de problemas de organización en él y de lo poco que se nos valora y, por supuesto, paga. Da igual el desempeño que uno realice o la organización en la que esté, las quejas son frecuentes, reiteradas. Es probable que todas ellas tengan una parte de razón, que haya situaciones realmente nefastas. También que, en muchos casos, ese disgusto es en parte pose para no asumir las propias culpas de la situación, o aún peor, la incapacidad para encontrar una respuesta a por qué no hacer nada para solucionar los problemas que se denuncian. Somos humanos, así es nuestra vida.

Mi padre era albañil de obra, de los que trabajaban haciendo suelos y paredes, y ya decía que los de los gremios que luego operan en la construcción de instalaciones en un edificio son señoritos, porque escayolistas, fontaneros, electricistas y demás trabajan con el techo hecho. Si llueve no se mojan, mientras que él y su cuadrilla tenían que levantar pilares y forjados, y si el día de izar encofrados para pilas se ponía a llover, o caía un sol de justicia, nada te cubría salvo el casco. Su imagen de los que trabajamos en oficina se la pueden imaginar, en un mundo en el que sólo el hecho de no sudar cuando se desempeña un trabajo era, para él y muchos otros, una muestra de privilegio inasumible y de, casi siempre, descaro. No, eso no es trabajar, repetía muchas veces. Alguna vez traté de explicarle que eso de la oficina sí era trabajo, pero también choqué pronto con la realidad de que hacer entender a alguien muchas de las cosas que hago en el día a día puede resultar frustrante, porque yo tampoco les encuentro lógica en ocasiones, así que no insistí demasiado. Era una batalla perdida y no tengo madera de héroe para inmolarme. Con mi madre tampoco lo he intentado. Pese a todo, mi padre sabía que su profesión, por dura que fuera, no era, ni mucho menos, la peor posible. La vida del agricultor o ganadero le parecía insufrible, con el único consuelo de poder estar al aire libre, pero trabajando sin cesar en un mundo hostil en el que o bien un ternero te da problemas y te deja la noche sin dormir o llega una tormenta que te destroza el sembrado al que has dedicado horas. La fábrica también la veía con malos ojos, por la rigidez de la sirena, que cuando yo era pequeño marcaba como un reloj el ritmo de entrada y salida de todo el pueblo. Entonces la fundición era lo más extendido en Elorrio, negocios rentables, con amplias carteras de pedidos, a veces con turnos extra de noche, pero cuyas principales labores se desarrollaban bajo techo en pabellones industriales oscuros, cerrados y llenos de polvo, junto a hornos donde el calor era insoportable, y coladas de hierro fundido en las que todo resultaba abrasivo y muy peligroso. Los accidentes leves eran comunes, y aún hoy la muerte en la fábrica es algo que, aunque sea esporádico, sucede, como pasó hace pocas semanas en una empresa de mi pueblo. La vida de los operarios de fundición era penosa, salían en muchas ocasiones del trabajo como de una mina, como de una mina, cubiertos de polvo oscuro, con ropas sucias, pieles ennegrecidas y la sensación de que no había ducha, ni la de la empresa ni la de casa, que pudiera limpiar todo aquello. Desde casa se veían numerosas chimeneas que expulsaban mierda a paladas, en volutas oscuras que subían al cielo cuando el aire era tranquilo o que formaban espesas nubes, muy respirables, cuando se daban procesos de inversión. El polvillo que escapaba de los hornos, y que los trabajadores respiraban a manos llenas, se repartía por todo el pueblo, se depositaba en coches, aceras y árboles, y llegaba al interior de las casas. Todos de críos lo respiramos, más o menos, y la contaminación que se ve ahora, aun siendo notable, no tiene mucho que ver con la de antaño. Las empresas que quedan se han modernizado y son más limpias. Quedan bastante menos empresas.

Los accidentes mineros eran comunes en ese pasado no tan remoto, y se repetían en televisión las escenas que, en Asturias y León principalmente, no sólo, provocaban la apertura de los informativos. Pueblos pequeños, oscuros, con muchas personas llorando a la boca de unos pozos que regurgitaban cadáveres junto al negro mineral que era la base de su existencia y negocio. Viudas, huérfanos, dolor y pena en un trabajo horrendo que resultaba inimaginable. Sospecho que mi padre agradecía ir a la obra cuando veía esas escenas, y las quejas sobre su trabajo, que conmigo no compartió, las diría mas bajitas, tras ver cómo esos pozos se volvían a cobrar su tributo en vidas. Ayer, marzo de 2025, volvió a morir gente, mucha gente, en una mina en Asturias.

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