Ya a lo largo de la semana pasada varios compañeros de trabajo, padres y madres en su mayor parte, iban relatando el montón de tareas que tenían esos días de cara a la celebración de Halloween con sus críos, un evento que iba a tener reflejo no sólo en los colegios, donde el viernes 31 se preveían actividades varias, sino sobre todo en las casas y barrios donde vivían. Muchos de sus hijos iban a juntarse con otros y protagonizar fiestas, disfraces y actos como visitar a otras casas, pedir caramelos con lo del truco o trato y presumir de la decoración que sus padres y el resto de los vecinos habían ido preparando a lo largo de varios días. Cuando me lo contaban no salía de mi asombro.
Con una agenda de actividades lúdicas bastante más intensa que muchas de las jornadas laborales, el viernes todo era un trajín de agotados que llegaban al trabajo después de haber delado a los críos en los colegios, convertidos en una macrofiesta de disfraces siniestros, y el tiempo de la oficina era algo similar a un relax previo a la intensa sesión de la tarde. Tras el trabajo, comer y rematar algunas cosas en la oficina, no me fui a casa, sino que me di una vuelta por el centro para comprar unas cosas, y pude contemplar que lo de Halloween ya no es un mero evento de colegios o de críos, no, sino una festividad multitudinaria que ha arrasado por completo. No eran pocos los que en el metro iban disfrazados de maneras más o menos aparatosas, y a medida que caía la tarde y la oscuridad se hacía fuerte su proporción crecía entre los que atestaban unas calles que parecían vivir una Navidad alternativa, equivalente en densidad humana pero con una estética singular. La mayor parte de comercios y lugares lucían decoración relacionada con la cosa mortuoria y uno podía empezar a echar cuentas mentales de cuántos miles de contenedores habían llegado de China los meses anteriores llenos de calabazas de pega, huesitos, telarañas y complementos de disfraz. Ya de noche la sensación de que se iba a montar una juerga monumental era clara. Grupos y grupos de chavales, y no tanto, se veían animados con ganas de pasarlo bien y el bullicio era creciente por todas partes. La decoración se había extendido también a algunas marquesinas de autobús y paradas de metro, y el ambiente era inmejorable, con una noche no demasiado fría para estar a las puertas de noviembre, sin atisbo alguno de lluvia. Cuando acabé lo que tenía pensado hacer, y tras dar un pequeño paseo por algunas calles céntricas, empecé mi retorno a casa, dado que no tenía previsto estar en ninguna fiesta siniestra, y en el camino al metro me encontré con mucha gente que salía de la boca con aires de fiesta. Esa misma sensación me entró cuando emprendí el viaje propiamente dicho a casa, dos líneas de metro con un intercambio. El volumen de gente que acudía a la zona céntrica era mucho mayor que el de los que nos alejábamos, y su proporción de disfrazados crecía y crecía a cada momento. Frente a la fiesta de carnaval, que en Madrid pasa sin pena ni gloria, el paisanaje de la noche del 31 de octubre era todo un muestrario de pelucas, trajes y sangres que podrían figurar plenamente como extras del Thriller de Michael Jackson, aunque la mayor parte de los que veía no supieran ni cuál es esa canción ni si ese nombre propio hace referencia o no a un cantante. Me imaginaba a alguno de mis compañeros de trabajo, que a esas horas ya habrían pasado la mayor parte de las obligaciones infantiles, pero que mantendrían todavía el final de las fiestas y un agotamiento absoluto tras un día tremendo, terrorífico por muchas causas además de por lo estético. En el intercambio de líneas, yo de camino al sentido que lleva hacia las afueras de la ciudad, la riada de gente camino al centro era la de las grandes ocasiones, y el ejército de zombies y apuñaladas resultaba digno de ser visto.
Por lo que he visto en algunos medios, y a falta de conocer datos concretos, la noche de Halloween ya se ha equiparado a Nochevieja en lo que hace a reservas y facturación nocturna, e incluso la ha superado en algunos lugares. El dominio absoluto de la estética y la versión de ocio importada de EEUU ha arrasado con lo que era la celebración de Todos los Santos y se ha convertido en uno de los puntales de la actividad comercial de la hostelería. Es curioso, pero hace unos años, no muchos, esa noche del 31 era una noche como otra cualquiera. Ahora es una de las de más actividad del año y, por lo tanto, de las que más dinero mueve. Cuanto menos curioso. Y no, no me fui de fiesta. Y sí, alguna gana me quedó de pasar por alguna, no se lo voy a negar.
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