jueves, octubre 03, 2024

La huida

Cuando Israel comenzó sus bombardeos en el Líbano, y especialmente en Beirut, se vieron en la ciudad escenas que eran casi idénticas a las registradas en Kiev el 22 de febrero de 2022. Riadas de coches atestando las autopistas que circundan la ciudad y que llevan a su salida, buscando una vía de escape que permita salir del peligro en el que la urbe se ha convertido para millones de civiles, ajenos a la refriega, sometidos a la dictadura de Hezbollah y, ahora, objetivo probable de escombros, fragmentos y restos de explosivos que saltan por los aires en los barrios donde antaño vivían.

¿Cómo huiría usted de su ciudad en caso de guerra? ¿Qué se llevaría? ¿Cómo lo haría yo? Son preguntas que a veces uno se plantea de manera retórica, en tardes de poco hacer y menos pensar, y las ve como algo lejano, supuestos similares a pensar sobre la llegada de los extraterrestres o el placer del amor verdadero. La principal diferencia de este tema es que sí, llega a suceder. Desde la IIGM, y su demo previa de nuestra guerra civil, los frentes militares de batalla se dan en los puntos en los que los soldados de cada bando combaten y, también, en las ciudades de cada lado, que no se pueden mover, pero sí ser atacadas. La búsqueda de víctimas civiles en las urbes es una obsesión de todo ejército atacante, por el impacto que produce en mero número de fallecidos y por el miedo atroz que logra inocular a la población, que se cree segura a distancia del frente, pero que comprueba que es el frente el que llama a su puerta. En los pueblos la huida es relativamente sencilla dado que son estructuras pequeñas, las salidas pueden estar cerca y, aunque sea andando, uno puede emprender la fuga de una manera u otra. En una ciudad grande las cosas son distintas, las distancias son inabordables sin un medio de transporte que te desplace, y los volúmenes de gente, que provocan atascos significativos en una operación salida de fin de semana, se convierten en inmanejables en caso de pánico. En el 11S vimos como miles y miles de personas se ponían a andar tratando de salir del bajo Manhattan, y llenaban puentes como el de Brooklyn o Manhattan, riadas humanas de personas que habían llegado a sus oficinas en transporte público y que no tenían medios propios para salir de allí una vez que metro y autobuses dejaron de funcionar tras el derrumbe de las torres. En ese caso la fuga tenía el pánico de la guerra y la incertidumbre absoluta sobre lo que estaba sucediendo, y el objetivo principal era alejarse del lugar en el que el infierno se había desatado. En casos como el del Kiev o Beirut hay una mayor certidumbre sobre lo que sucede, pero la sensación de miedo es la misma, agravada por su situación, porque el concepto de guerra destruye la sensación de seguridad que otorgamos al entorno que, hasta hace nada, era conocido y familiar. Uno no sabe de dónde puede llegar un ataque, si afectará al edificio en el que vivo o al de los vecinos, o a uno que veo desde la ventana, o todo será un rumor de fondo en un barrio alejado. El campo abierto se convierte en la única seguridad posible, y allí nada está hecho para proteger a quien escapa. El ciudadano, el urbanita, pasa a ser refugiado en apenas minutos, abandonando seguridad y enseres a cambio de no se sabe muy bien qué, dejando atrás no sólo objetos y recuerdos, sino las certezas de lo que fue una vida que no hay manera de garantizar de que vuelva. El pasado es un lugar seguro, porque ya hemos estado en él y hemos sobrevivido para poder contarlo. El futuro es incierto, no sabemos lo que nos pasará ni si seremos capaces de relatarlo llegado el momento. La guerra es la suspensión de todas las seguridades, la presencia de un enemigo que busca destruirnos y la eliminación de lo que entendemos como la sociedad, las reglas de comportamiento habituales, lo que nos hace convivir juntos en las urbes masificadas en las que habitamos, los que nos da certezas sobre que nada nos pasará cuando nos crucemos con otro en una calle, camino o recodo. La guerra apaga la luz que consideramos natural y nos sumerge en sombras en las que nada es certero, todo puede ser hostil.

Supongo que documentación, fotos de recuerdo y poco más es lo que uno se debiera llevar si tiene que escapar apresuradamente del hogar. En estos tiempos el cable cargador del móvil puede ser lo más valioso del mundo, pero, ay, a saber si la electricidad seguirá funcionando cuando la batería diga basta y el mundo analógico del pasado esté esperando tras ella. No quiero saber qué se experimenta en esos momentos, no tengo ganas de pasar por ese trauman, la guerra es un horror, el fracaso absoluto, y sus daños se prolongan en el espacio y el tiempo mucho más allá de lo que indican la historia sobre sus inicios, finales y lugares de desarrollo. Soy cobarde, huiría de los primeros, no tendría demasiadas opciones de supervivencia. No quiero vivir nada así.

Subo a Elorrio unos días de ocio. Si todo va bien, el siguiente artículo será el jueves 10, intentaré que a la hora de publicación habitual.

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