viernes, diciembre 05, 2025

Ejecuciones en alta mar

Sigue sin estar nada claro cuál es el objetivo del despliegue milita norteamericano frente a las costas de Venezuela, peo sí sabemos lo que hace con las presuntas lanchas de narcotraficantes que navegan por esas aguas. Las elimina. Desde que empezó esta campaña son numerosas las embarcaciones que han sido atacadas y hundidas por impactos de misiles lanzados desde aviones de EEUU, y la cifra de fallecidos se estima que ya anda por los ochenta, que no son pocos. Uno sería más que suficiente para que estuviéramos ante el dilema de lo que está sucediendo, porque lo que hace EEUU en esas aguas es completamente ilegal.

Cierto que esas embarcaciones pueden ser de narcos, portar drogas y servir para abastecer las líneas logísticas de los traficantes que luego las introducen en el país norteamericano y en otros, no lo niego, pero aun suponiendo esto, ¿Cuál es la legitimidad que tiene una nación para ir ejecutando a personas en el mar? Se puede hostigar a esas naves y forzarlas a que regresen a sus puertos, establecer un cierto bloqueo que permita el tráfico comercial y que ante naves sospechosas se ofrezca resistencia, pero esto de atacarlas como si estuviéramos ante un videojuego resulta inconcebible. Por la misma regla de tres la Guardia Civil podía avisar al ejército cada vez que se detecta una narcolancha en el estrecho o en la zona del Guadalquivir, y que un helicóptero artillado acudiese y la hiciera estallar en mil pedazos, asesinando a sus ocupantes. ¿Cómo lo veríamos? El ajusticiamiento del presunto delincuente no es justicia, sino dictadura. Por esa regla de tres Trump puede decretar que todo lo que no le guste es susceptible de ser disparado, y a buen seguro que estaría encantado de que así fuera. En fin, en medio de este debate en el que poca gente entra sobre lo que pasa en el Caribe, esta semana sí se han oído voces críticas en EEUU contra estas actuaciones porque en una de ellas se ha producido un hecho aún más grave. Se produjo el ataque aéreo sobre el buque y las imágenes posteriores mostraron que algunos de sus tripulantes seguían con vida, y desde el Departamento de Defensa, ahora renombrado como de Guerra, se ordenó rematarlos, cosa que la marina norteamericana hizo. Varios medios del país y congresistas han clamado diciendo, con razón, que si el ataque a las lanchas es un acto de difícil soporte jurídico, esta escalada no puede sino considerarse como una ejecución para la que el gobierno norteamericano carece de justificación ni de cobertura legal. Es un acto de lo más crudo y cruel y no hay forma de defenderlo. Ante el revuelo organizado, el Secretario de Guerra, Hegseth, trumpista hasta la médula, ha ido usando discursos alternativos en los que, en unos casos, admitía lo sucedido y en otros decía no saber si realmente había supervivientes tras el ataque inicial o no. Como buen cobarde que es, ha descargado las culpas de todo lo que haya podido suceder en un almirante naval, y se ha reafirmado en el discurso de dureza de la actual administración contra las drogas, la delincuencia, la inmigración y todo lo que suene a no trumpista. Hegseth es un ex presentador de la Fox, un Javier Ruiz de allí para entendernos, un indocumentado que poco más sabe a parte de mirar bien a la cámara, y que está al frente de la mayor maquinaria militar del planeta. Pillado ya en más de una ocasión compartiendo planes secretos de operaciones militares con conocidos en una red social no protegida, un grupo de Signal, Hegseth es de las personalidades más polémicas y peligrosas de toda la administración Trump. Su desprecio a todo lo que no sea él mismo es elevado, y las muestras de desafección que ha dirigido a Ucrania, y en general a toda Europa, lo definen muy bien. De gatillo fácil, no duda en usarlo, y ha convertido a las aguas del caribe venezolano y aledaños en su particular campo de tiro en el que, como si fueran platos, no duda en lo más mínimo a la hora de ejecutar. Le da absolutamente igual la vida de los que van en esas lanchas, sean quienes sean.

Estos son los prolegómenos de lo que pueda llegar a pasar en una Venezuela que sigue sometida a la opresión de la dictadura de Maduro, pero que puede enfrentarse a un ataque, quizás quirúrgico, de las tropas de EEUU. Derrocar a Maduro es una necesidad para que Venezuela pueda llegar algún día a la democracia. Hacerlo mediante una invasión o golpe auspiciado por EEUU es una de las peores maneras posibles de lograrlo, y puede convertir al sátrapa en una especie de mártir para los suyos, blanqueando los crímenes que ha cometido en estos largos años de dominio en Caracas. Todo lo que Trump toca se ensucia, puede que también la esperanza de la oposición venezolana.

jueves, diciembre 04, 2025

Salazar o la hipocresía absoluta

Supongo que ustedes no conocían hace unos meses, allá por el verano, a Francisco Salazar, alto cargo de la Moncloa sanchista. Yo tampoco. Le puse nombre y cara cuando, durante unas horas, sonó como sustituto de Cerdán al frente de la secretaría general de algo que en sus tiempos se llamaba PSOE, pero que apenas duró un par de días en las quinielas al destaparse unas denuncias de acoso sexual durante su desempeño como gran jefazo en el entorno laboral de la presidencia del gobierno. Después de ese incidente sus opciones decayeron y se le apartó de la vida pública, según informaron fuentes del partido.

Pues bien, Salazar ha vuelto a la actualidad pública no porque se ha solventado el expediente que se le abrió en su momento y se han determinado sus culpas, no sino por todo lo contrario, porque el partido ni le apartó de verdad ni, en la práctica, ha realizado gestión alguna para averiguar qué había detrás de las denuncias ni para escuchar a las posibles víctimas de los abusos señalados ni nada de nada. En estos meses lo que ha hecho el partido son dos cosas. Por un lado, dejar que el tema se duerma y desaparezca de los medios, y por otro, trabajar para rehabilitar a Salazar y devolverle algún cargo relevante. Sobre el acoso y las denuncias, nada de nada. Ahora, con el intento de recolocación del personaje, ha saltado a la web la denuncia de las víctimas de la total inacción del partido, de todas sus estructuras, de los altos cargos que las ocupan, a la hora de hacer algo en defensa de las mujeres que denunciaron unos comportamientos no se si delictivos, quizás sí, pero desde luego asquerosos y reprobables. Esas víctimas han sido tratadas por la organización, por eso que un día se llamó PSOE, con el mismo respeto con el que unos críos perciben a una papelera en la calle cuando pasean. Ante semejante desprecio, las víctimas han alzado su voz y la reacción del partido, pásmense, no ha sido la de darles la razón y rectificar lo hecho, no, sino intentar silenciarlas. La obsesión del PSOE ha sido en todo momento la de que nada de todo esto trascienda, de que una especie de omertá se imponga entre los militantes y cuadros directivos de la organización, que las vergüenzas se tapen de la manera más oculta y discreta posible, que esto no pueda ser utilizado como arma política por parte de ninguno de los adversarios del arco parlamentario. Realmente eso último es lo único que les importa. Tras un par de días de escalada en las noticias, y vista la imposibilidad de tapar lo que era una gestión imposible de defender, han empezado a surgir voces significativas que tachan a Salazar de lo que parece que es, voces que durante estos meses han callado con toda su fuerza y que, hasta hace apenas un mes, mantenían una relación de cordialidad absoluta con el personaje, porque el que tuvo poder algo mantendrá, y todo lo que hay en Moncloa tiene capacidad de decisión sobre el partido de una manera tan absoluta como no se ha visto nunca en esa organización que se llamaba PSOE. Ayer por la noche, a ser posible sin testigos, se convocó una reunión telemática en Ferraz con las delegaciones territoriales de igualdad para tratar el caso. Por lo que parece, las directrices del partido, léase de Moncloa, no han cambiado. Actuaremos, prietas las filas, silencio, fe en la organización y nada de preocupaciones. El mantra habitual de estos casos en los que la complicidad y el fracaso lo impregnan todo, pero por lo que se sabe esta sarta de mentiras tan repetidas ya no han colado como antaño, y la bronca entre las agrupaciones regionales del partido debe ser significativa. Quizás Ferraz, es decir, Moncloa, deba hacer algo de una vez, algo como tomarse en serio las denuncias de las víctimas y acudir a la fiscalía. Basta que pongan en los rostros de las acosadas un carnet de partido distinto al suyo para que empiecen a verlas como lo que parece que son, mujeres abusadas, no herramientas de disfrute al servicio del alto cargo de los “míos” que como tal a todo tiene derecho.

Quizás lo más relevante de este caso de inmensa hipocresía política, que ahora sucede en el PSOE, pero se repite a buen seguro en el resto de partidos de nuestro entorno, es que las informaciones que han destapado la necedad de la organización han partido de un medio afín, de eldiario.es, uno de los más fieles de la sincronizada sanchista, y el trabajo de ocultamiento de la televisión, radio y prensa oficiales no ha servido para cerrar la brecha. Si esta información la hubiera publicado, digamos, El Mundo, ¿qué recorrido habría tenido? Como siempre en la mierda de sectarismo político que vivimos en estos tiempos, no es el qué, sino el quién, y la víctima que se joda si no puedo usarla políticamente. Todo muy asqueroso, pero sin el estilo literario de Santiago Lorenzo

miércoles, diciembre 03, 2025

La mesa de Putin

Ayer la delegación norteamericana que actúa como presunta mediadora en las negociaciones de paz en Ucrania acudió a Moscú a reunirse con la parte a la que defiende y admira. Estaba encabezada por Steve Witkoff, millonario amigo de Trump y rendido admirador del dictador rusos, y Jared Kushner, yerno de Trump, marido de su hija Ivanka. Si había algún representante del Departamento de Estado sería para llevar los papeles a esos jefes o para barrer el camino por el que transitarían el par de personajes. El desprecio a la diplomacia, la propia y la ajena, por parte de Trump, es absoluto.

No contento con el ejercicio de pleitesía que se iba a producir, Putin escenificó de una manera bastante clara quién está al mando de la situación, controla los tiempos e impone las condiciones. El encuentro se celebró con algunas horas de retraso sobre lo previsto por necesidades de la agenda del líder ruso, y eso permitió ver entrañables escenas de Witkoff y Kushner paseando por la plaza roja como dos turistas, haciendo tiempo hasta que el mandatario les recibiera. Como muestra del desprecio que le produce a Putin todo este paripé de negociación poco más es necesario. Cuando la reunión se produjo, el sátrapa quiso escenificar su proximidad con los visitantes, de tal manera que les reunió en una mesa más pequeña de las que se suelen estilar en el Kremlin, y ambas delegaciones no se pusieron en los extremos, sino en los laterales de tal manera que se encontraban una frente a otra con una gran proximidad. Algo así como “lacayos míos que son, merecen estar cerca de su amo”. Escenas de sonrisas mutuas, relajadas, justo de este tipo que no son ofrecidas por los norteamericanos ni a ucranianos y europeos, que sólo reciben gestos adustos en cada encuentro. Del teatro escenificado ayer no se podía sacar mucha cosa, y eso es lo que cuentan las crónicas de hoy, con un Putin reafirmando la necesidad de las concesiones territoriales de Ucrania, su semidesmilitarización y prohibición de acercarse a la OTAN no ya como líneas rojas, sino como meros puntos de partida que se dan por descontados. En fin, una nueva muestra de que el ultimátum que lanzó Trump hace un par de semanas no tenía como destino a los contendientes de la guerra, sino sólo a la nación agredida, a Ucrania, no a la invasora, Rusia, que sigue viendo como su ventana de oportunidad global se amplia con las cesiones constantes por parte de una traicionera administración Trump. Pero no contento con esta galería de gestos, Putin decidió que ayer era un buen día para meter miedo a los europeos, cosa que saber hacer muy bien como mafioso profesional que es. En un encuentro con algunos medios, creo que antes de la reunión, mientras sus invitados esperaban, Vladimiro reiteró que el no desea la guerra con Europa (le faltó decir que tampoco la deseaba con Ucrania) pero que si rusia es agredida está más que preparada para responder y añadió que, tras esa respuesta, no sabía si quedaría algún europeo como interlocutor para discutir algo. Todo esta bravata a lo Putin, dicha sin histrionismo, con el rictus serio e impasible de alguien que no duda en mandar matar porque es parte de su cultura y forma de ser. El destinatario de este mensaje no era ni Trump ni Zelensky, sino las cancillerías europeas, los gobiernos de la UE, débiles en lo militar, temerosos en lo estratégico, incapaces en lo que hace a industria de defensa y sustentados por poblaciones que siguen viendo la guerra como una cosa anacrónica que sólo aparece en libros de texto y en monumentos medio olvidados en las calles de sus capitales. El objetivo de esta amenaza era meter miedo a Europa, que no se piensa que su capacidad es válida frente a una Rusia decidida, que no meta las narices en lo que Putin no considera ya su patio trasero, sino directamente una zona en la que posee derechos indiscutibles. Ayer volvió a quedar claro con qué tipo de sujetos nos relacionamos en el patio global.

¿Les da miedo Putin? ¿Debe dárnoslo? El argumento, sólido, de que en estos años de guerra la inoperancia del ejército ruso ha quedado muy de manifiesto contrasta con la capacidad de su industria militar de sobreponerse a los avances tecnológicos y al sobrado poder nuclear que atesora a lo largo de su inmensa nación. Y, sobre todo, al sabido desprecio que Putin procesa por su ciudadanía, por lo que ni les cuento por ustedes y por mi. Jefe de una mafia extractiva que vive de la explotación de los recursos naturales y del sacrificio de sus ciudadanos, Putin no tiene miedo alguno, más allá del de su propio final, y aunque su posición presente debilidades obvias, la nuestra es mucho más precaria.

martes, diciembre 02, 2025

Notificaciones

Desde hace un tiempo, no mucho, cuando iniciamos el viaje en bus a Bilbao, el conductor suele añadir a su aviso habitual de la obligatoriedad del uso de los cinturones de seguridad la recomendación de silenciar los móviles y de mantener las conversaciones en tono bajo. Esto viene de esa manía que tienen muchos de usar sus móviles sin auriculares y estar escuchando vídeos o cualquier cosa con la sensación de estar en el salón de su casa cuando ocupan un espacio público y al resto no nos interesa para nada lo que puedan estar escuchando. En el metro siempre hay más de uno en esta actitud, y pedirles silencio es, normalmente, inútil.

Ayer el chófer no dijo nada, lo que fue un inicio de viaje que me preocupó porque, abierta la veda, el descontrol podía ser intenso. Siempre con la espada de Damocles de un vídeo petardo o un tema reguetonero de fondo, el viaje trascurría sin incidentes (al final fue aburrido, ya se lo adelanto) pero con señales de notificación abundantes. Hubo un par de personas que recibieron varias llamadas a lo largo del recorrido y hablaron no poco, afortunadamente sin estridencias, una en castellano y otra en un idioma que no reconocía diría que de aire eslavo, pero no podría asegurárselo. Por fortuna tenían un tono de voz suave y aunque contestaron unas cuatro o cinco llamadas cada uno no causaron problema. Lo que era insistente eran los avisos de notificación que mensajes, whatsapps, actualizaciones o lo que sea que entraban en los terminales de muchos compañeros de viaje. No pasaba ni un minuto sin que sonase alguna campanilla, un “pop”, ping, u otra onomatopeya por el estilo que señalaba una entrada en el teléfono de alguien. Especialmente en la segunda parte del viaje el goteo de señales era casi como un contador de kilómetros, algo incesante. No eran avisos a un gran volumen, pero sí sonidos persistentes. Una de las principales causantes de ellos era una chica que estaba dos asientos delante y a mi derecha, que se pasó la mayor parte del tiempo trabajando con el ordenador portátil, y que simultaneaba dos teléfonos móviles con los que cruzaba mensajes y archivos. Había momentos en los que la pobre me daba pena, porque se le veía realmente agobiada con tanto cacharro y comunicación, y claro, todos los dispositivos emitían sus señales de recepción de mensajes cruzados con una insistencia intensa. De vez en cuando le llamaban y ella hablaba por teléfono, nuevamente con un tono suave y apenas perceptible, pero su conversación era interrumpida por sus propios avisos de entrada de nueva información en el resto de aparatos a los que se mantenía unida. Su compañera de asiento, que asistía en posición de palco de lujo al desfile de comunicaciones y señales, le lanzaba de vez en cuando miradas que, a mi entender, mezclaban hartazgo y conmiseración, pero no le dijo nada en ningún momento. A esa fuente constante de “pips” le acompañaban “pops” intercalados de manera irregular, así que, como les comentó, el viaje transcurría en medio de una noche cerrada y gélida, que en diciembre es lo normal, y con una actividad intensa entre los asientos. Se escuchaban bastantes menos ronquidos que cualquier otro tipo de señal tecnológica, como si en ese entorno también quedara claro cuáles son los elementos que dominan el mundo de hoy, y quiénes son los usuarios, o alguno diría esclavos, que los mantienen todo el tiempo en marcha y requieren saber lo que sucede. Supongo que nada nuevo bajo el sol, en el caso de ayer semi luna, en estos tiempos.

En el trabajo, por las tardes, cuando hay poca gente, me pongo los auriculares y de mientras hago cosas escucho un poco de música para aligerar las largas tardes de números que me suelen tocar, y es entonces cuando aprecio las notificaciones de mi propio ordenador, normalmente mudo dado que siempre están conectados los auriculares a la salida y, así, el sonido ambiente nunca se produce cuando trabajo. Y sí, ahí también los correos, actualizaciones, avisos y otro tipo de mensajes emergentes se suceden sin freno y perturban no poco, en este caso sólo a mi. Lo de captar la atención del usuario se convierte en imposible en medio del constante bombardeo de señales. Y de lo de la concentración, olvídense.