Ayer la delegación norteamericana que actúa como presunta mediadora en las negociaciones de paz en Ucrania acudió a Moscú a reunirse con la parte a la que defiende y admira. Estaba encabezada por Steve Witkoff, millonario amigo de Trump y rendido admirador del dictador rusos, y Jared Kushner, yerno de Trump, marido de su hija Ivanka. Si había algún representante del Departamento de Estado sería para llevar los papeles a esos jefes o para barrer el camino por el que transitarían el par de personajes. El desprecio a la diplomacia, la propia y la ajena, por parte de Trump, es absoluto.
No contento con el ejercicio de pleitesía que se iba a producir, Putin escenificó de una manera bastante clara quién está al mando de la situación, controla los tiempos e impone las condiciones. El encuentro se celebró con algunas horas de retraso sobre lo previsto por necesidades de la agenda del líder ruso, y eso permitió ver entrañables escenas de Witkoff y Kushner paseando por la plaza roja como dos turistas, haciendo tiempo hasta que el mandatario les recibiera. Como muestra del desprecio que le produce a Putin todo este paripé de negociación poco más es necesario. Cuando la reunión se produjo, el sátrapa quiso escenificar su proximidad con los visitantes, de tal manera que les reunió en una mesa más pequeña de las que se suelen estilar en el Kremlin, y ambas delegaciones no se pusieron en los extremos, sino en los laterales de tal manera que se encontraban una frente a otra con una gran proximidad. Algo así como “lacayos míos que son, merecen estar cerca de su amo”. Escenas de sonrisas mutuas, relajadas, justo de este tipo que no son ofrecidas por los norteamericanos ni a ucranianos y europeos, que sólo reciben gestos adustos en cada encuentro. Del teatro escenificado ayer no se podía sacar mucha cosa, y eso es lo que cuentan las crónicas de hoy, con un Putin reafirmando la necesidad de las concesiones territoriales de Ucrania, su semidesmilitarización y prohibición de acercarse a la OTAN no ya como líneas rojas, sino como meros puntos de partida que se dan por descontados. En fin, una nueva muestra de que el ultimátum que lanzó Trump hace un par de semanas no tenía como destino a los contendientes de la guerra, sino sólo a la nación agredida, a Ucrania, no a la invasora, Rusia, que sigue viendo como su ventana de oportunidad global se amplia con las cesiones constantes por parte de una traicionera administración Trump. Pero no contento con esta galería de gestos, Putin decidió que ayer era un buen día para meter miedo a los europeos, cosa que saber hacer muy bien como mafioso profesional que es. En un encuentro con algunos medios, creo que antes de la reunión, mientras sus invitados esperaban, Vladimiro reiteró que el no desea la guerra con Europa (le faltó decir que tampoco la deseaba con Ucrania) pero que si rusia es agredida está más que preparada para responder y añadió que, tras esa respuesta, no sabía si quedaría algún europeo como interlocutor para discutir algo. Todo esta bravata a lo Putin, dicha sin histrionismo, con el rictus serio e impasible de alguien que no duda en mandar matar porque es parte de su cultura y forma de ser. El destinatario de este mensaje no era ni Trump ni Zelensky, sino las cancillerías europeas, los gobiernos de la UE, débiles en lo militar, temerosos en lo estratégico, incapaces en lo que hace a industria de defensa y sustentados por poblaciones que siguen viendo la guerra como una cosa anacrónica que sólo aparece en libros de texto y en monumentos medio olvidados en las calles de sus capitales. El objetivo de esta amenaza era meter miedo a Europa, que no se piensa que su capacidad es válida frente a una Rusia decidida, que no meta las narices en lo que Putin no considera ya su patio trasero, sino directamente una zona en la que posee derechos indiscutibles. Ayer volvió a quedar claro con qué tipo de sujetos nos relacionamos en el patio global.
¿Les da miedo Putin? ¿Debe dárnoslo? El argumento, sólido, de que en estos años de guerra la inoperancia del ejército ruso ha quedado muy de manifiesto contrasta con la capacidad de su industria militar de sobreponerse a los avances tecnológicos y al sobrado poder nuclear que atesora a lo largo de su inmensa nación. Y, sobre todo, al sabido desprecio que Putin procesa por su ciudadanía, por lo que ni les cuento por ustedes y por mi. Jefe de una mafia extractiva que vive de la explotación de los recursos naturales y del sacrificio de sus ciudadanos, Putin no tiene miedo alguno, más allá del de su propio final, y aunque su posición presente debilidades obvias, la nuestra es mucho más precaria.
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