lunes, agosto 31, 2020

Nuestro fracaso político


Se miren por dónde se miren, las caóticas, confusas, imprecisas y medio inaccesibles cifras de la pandemia que se publican oficialmente en nuestro país miden la dimensión de un fracaso que no deja de agigantarse a cada día que pasa. Coja usted positivos, mire fallecidos, compare UCIs, etc. Se dejará media vida en lograr encontrar datos que le permitan hacer todo eso, lo que ya es un fracaso en sí por parte de las autoridades que deben proporcionar esa información, pero una vez que se haya desesperado lo suficiente y haya logrado avanzar en la selva de números, su rostro se entristecerá ante un balance que es tan desolador como incomparable, porque muy pocas naciones alcanzan la dimensión de nuestra tragedia.

En la primera ola de la infección, que se terminó con el levantamiento del estado de alarma el 21 de junio, registramos un volumen de infectados y muertos que nos colocó en el tercer lugar del mundo en lo que hace a fallecidos per capita, sólo superados por otras dos naciones europeas, Bélgica y Reino Unido. En esta segunda ola que vivimos Perú nos ha adelantado a todos en fallecidos por habitante, pero las tasas de infección que se dan estos días en España no tienen parangón posible. Y mucha infección, pese a que ahora se detecte más y la media de edad de los infectados sea baja, se traducirá en futuros ingresos hospitalarios, en más futuras UCIs y en nuevas muertes en un estadio más avanzado, que se sumarán a las demasiadas que ya tenemos. Contemplamos estas cifras y no sacamos conclusión alguna, las vemos y nada hacemos. Sólo buscar culpables entre todos los que nos rodean para evitar ver la culpa propia. En la primera ola contemplamos el fracaso total de un gobierno central completamente superado y el egoísmo exacerbado, cainita, de diecisiete comunidades autónomas que trataban de quitarse de encima la responsabilidad de lo que sucedía y evitar, a toda costa, cargar con enfermos de otras regiones que no fueran la suya, independientemente de que sus capacidades sanitarias lo permitieran o no. La caída del estado de alarma supuso el paso de la responsabilidad completa de la situación a esos gobiernos regionales, egoístas en extremo, que esperaban lucirse en la gestión posterior de la crisis, adoptando el papel de buenos frente a un inoperante gobierno central que se había comido el marrón de la primera ola. Hoy, cuando se acaba agosto, tenemos un registro medio de cerca de 10.000 infectados al día bastante repartidos por todo el país, con algunas regiones como Cataluña, País Vaco o Madrid, a la cabeza de los datos, y con la constancia del fracaso de la gestión por parte de nuestros reinos de taifas, que no han hecho absolutamente nada de lo pactado para poder aumentar ni las capacidades sanitarias ni las relacionadas con el rastreo de los contactos ni con el refuerzo educativo ni con nada de nada. Tras una fase de negación del problema, que sigue en parte en muchas de las administraciones implicadas, los gestores regionales admiten, aunque no lo digan, que son incapaces de afrontar el problema, y han decidido que lo que les importa no es la salud o la prosperidad de los ciudadanos sobre los que toman decisiones, no, sino su propia supervivencia política. Buscan a toda costa encontrar a alguien a quien adjudicarle la culpa de lo que sucede, que no sean ellos mismos, desde luego, y día tras día fabrican excusas, comparativas con otras regiones, frases huecas, despropósitos varios y excusas baratas que sirvan para eludir el dato del día y luego ya se verá. Ansiosas por conseguir el poder de gestión, demuestran cada día su incapacidad para ejercerlo y, frente a ellas, el fracasado gobierno central, que en lo último que piensa es en la salud y prosperidad de los ciudadanos, sino en su propia supervivencia, ha decidido retirarse del foco, no hacer nada, eludir toda su responsabilidad. Sentarse y disfrutar mientras los gobiernos regionales se abrasan. Pura política basura desde todas las administraciones.

Entre otras muchas cosas, esta maldita enfermedad muestra hasta qué punto es un absoluto fracaso la estructura política y administrativa de la que nos hemos dotado, donde sólo existe el derecho a la petición de competencias y el troceo del poder, donde todo es figurar, y nada es gestionar, asumir responsabilidades, admitir errores y trabajar. Todo a la mayor gloria de las siglas, de todo tipo, que se reparten cuotas de poder en distintas administraciones donde, al parecer, lo único que las une es su afán por perpetuarse y cobrar del presupuesto público. Difícil imaginar una peor gestión por parte de unas autoridades de un problema de semejante dimensión y gravedad. Fracaso es lo que define todo esto, total y absoluto fracaso.

viernes, agosto 28, 2020

Bielorrusia sin amor


La crisis que se vive en Bielorrusia es otra de esas noticias que, en ausencia de coronavirus, coparía portadas y atención en medio mundo, por la trascendencia de lo que allí se vive, para esa nación y, sobre todo, para el equilibrio de poder entre la UE y Rusia. Asistimos, por así decirlo, a una repetición, con sus muchas diferencias, de lo que se vivió en el Maidan de Kiev en la revolución naranja que derrocó el gobierno pro ruso que, entonces, mandaba en Ucrania. Sin embargo, Bielorrusia es un país mucho más opaco, desconocido, y posee un régimen que, en calidad represora, es una dictadura de primera división. Comparado con él Ucrania era una fértil democracia occidental.

Muchos han descubierto ahora la figura de Andrey Lukasehnko, presidente de Bielorrusia durante el último cuarto de siglo, un sujeto estirado, calvo, con bigotito, que dirige el país con mano de hierro desde que llegó al poder, tras el proceso de desmembramiento de la URSS, y que ha mantenido a su país en el ostracismo global durante todos estos años. ¿Les suena que laguna vez se haya hablado de ese país en nuestros informativos? ¿Algo ha pasado allí relevante en las últimas décadas? Dotada de una gran extensión de terreno, habitada por menos de diez millones de personas, la economía de esa nación es una foto ajada de lo que era el mundo soviético, con fábricas e industrias colectivas en las que se gana un salario de miseria por un trabajo que se hace mal para poder así comprar las tres o cuatro cosas que se venden. Viajar allí debe ser una especie de viaje en el tiempo, a los ochenta, pero no esos que se venden como agradables de nuestra época educativa, no, sino los duros y grises ochenta del herrumbroso imperio soviético. Desde su llegada al poder Lukashenko se las ha arreglado para firmar acuerdos de cooperación con Rusia, buscando principalmente suministros de energía y cereales, logrando abastecer al país, y dejando el resto del tiempo libre de su gobernanza en mantenerlo sometido. Una tras otra, ha celebrado elecciones en las que era reelegido por resultados que superaban ampliamente el 90% de los sufragios emitidos. Quizás no fuera realmente así, pero que más daba. Eso se anunciaba y ya está. En las elecciones de hace unas semanas las cosas debieran haber sido así, pero algo se ha torcido en el férreo plan del dictador. Una oposición democrática, que llevaba tiempo larvada, ha surgido y osado enfrentarse al jerarca y su máquina del poder. Por primera vez en décadas se vieron mítines opositores en las calles de Minsk, y las elecciones en sí mismas fueron percibidas por el régimen como un riesgo, algo inaudito en las mentes totalitarias que rigen la nación. Llegó el día de las votaciones y, uy, casi casi, Lukashenko obtuvo poco más del 80% de los votos, lo que para Iglesias sería motivo de profunda autocrítica. La oposición, ante un resultado que no era creíble, se lanzó a la calle, y ahí está desde entonces, denunciando la opresión del régimen, las décadas de persecuciones, encarcelamientos y represalias que ha sufrido todo aquel que no está a los pies del dictador, y las concentraciones desbordan Minsk un día sí y otro también, con la sensación de que este pulso ha venido para quedarse un tiempo y que, esta vez, el dictador no se saldrá con la suya tan fácilmente. La líder opositora, Svetlana Tijanóvskaya, ha huido a Lituania para evitar ser detenida, y desde allí concita apoyos internacionales para denunciar lo que pasa en su país y presionar al régimen. ¿Busca Tijanóvskaya una vía a lo Juan Guaidó para disputar el poder y obtener legitimidad? No es descartable.

En todo caso, parece evidente que el desenlace de lo que pase en Bielorrusia estará completamente condicionado por lo que se decida en Moscú. De momento Putin mira, espera, y no toma decisiones. Ayer anunció que está dispuesto a enviar refuerzos para defender al dictador en caso de que así sea necesario, añadiendo más presión. Lo único seguro es que Rusia quiere seguir teniendo en Minsk un régimen servil y que le sirva de tapón, de marca defensiva, ante la UE, dado que Bielorrusia posee frontera física con Polonia. Si ese régimen requiere que Lukashenko siga o sea sustituido por otro títere está por ver. Lo que Putin no vería nada bien sería la llegada de una democracia a aquella nación, y eso lo sabe perfectamente la Nobel de literatura Svetlana Alexievich, en el punto de mira del régimen, que lleva el temor en su rostro.

jueves, agosto 27, 2020

División en EEUU


Voy a intentar contenerme y no hablar hasta el lunes del desastre que tenemos entre manos en lo que hace a la pandemia, para ver si así se me aplacan las ganas de mandar a la mierda a todos los gestores, nacionales y autonómicos, que no han hecho nada durante los últimos meses, salvo cobrar, en la lucha contra este mal. Por ello, intentaré fijarme en el plano internacional, que está lleno de noticias de calado, que no logran la atención debida por la obvia realidad de un drama que nos corroe con saña, agudizado por nuestra propia incompetencia, que medida en infectados y fallecidos, alcanza cotas difícilmente superables. No damos más pena porque no nos gusta trabajar.

Quedan poco más de dos meses para las elecciones norteamericanas, el próximo martes 3 de noviembre, y sin que esté muy claro quién va a ganarlas, aunque las encuestas se decantan a día de hoy por Biden, está claro que los EEUU que hemos conocido durante décadas empiezan a ser una visión que no se sostiene en muchos aspectos. Además de su fracaso en la gestión de la pandemia (y pese a que lo han hecho muy mal aún están mejor que nosotros) la imagen que ofrece el país es la de una sociedad dividida, enfrentada, polarizada hasta el extremo, casi lo que vemos por estos pagos, que siempre hemos lamentado. Es habitual en España que el odio sea el combustible de la política, y así nos va, pero no era lo habitual en EEUU, donde, aunque existían personajes y grupos que hacían del odio su enseña y forma de actuar, existía un consenso general sobre la imagen del país, el destino del mismo y la necesidad de actuar conjuntamente de cara a lograr lo que se aspirase. Esa sensación de unidad mayoritaria se desdibuja a medida que se profundiza en la actual política norteamericana, en la que la presencia de Trump ha sido tóxica, pero que va mucho más allá de la figura de este nefasto presidente. La polarización se ha instalado en el discurso tradicional de los dos grandes partidos nacionales que en ocasiones uno oye por boca de algunos de sus miembros declaraciones tan burdas y estúpidas que pensaba que sólo escucharía en nuestro parlamento o en nuestras televisiones. ¿Es esto un síntoma de decadencia? En parte sí, pero sobre todo es un peligro de cara al futuro. Día a día vemos en nuestra nación como la división sectaria resta fuerzas. Impide acuerdos, cierra espacios de convivencia, y todo ello con el encendido aplauso de gran parte de los votantes y cargos elegidos, que encuentran en esta forma de entender la política una manera de medrar, de ascender, de motivar a los suyos. Crecen los desencantados con lo que se ve, pero no encuentran quien pueda representar sus aspiraciones, porque el discurso moderado no vende. En EEUU a todo esto se le suman problemas propios que agudizan lo anterior. La crisis económica generada por la pandemia agudiza las enormes desigualdades que se viven en aquella nación, y el número de pobres crece aceleradamente en el país más rico y con más ricos del mundo. Y las tensiones raciales, que siempre están, y que periódicamente emergen, han sido de una violencia tal en este 2020 como no se recordaba en décadas. Tras los graves y generalizados disturbios acaecidos tras la muerte de George Floyd no son pequeños, aunque de momento sí más localizados, los que se están produciendo tras la difusión del video en el que la policía tirotea a un ciudadano negro en Wisconsin sin que se pueda apreciar que los agentes corrieran riesgo alguno en ese lance. La ciudad de Kenosha, en ese estado, lleva ya tres noches sumida en un enorme nivel de violencia en el que se han producido ya varios muertos y en el que hemos visto a ciudadanos anónimos exhibir parte del arsenal que todo norteamericano tiene en su garaje, usando sus armas con un desparpajo que hiela la sangre. Pese a los refuerzos policiales, ahora mismo esa ciudad es un caos en el que la violencia está descontrolada y la ira ha tomado el poder. Es difícil imaginar que, aún dentro de nuestra incompetencia, algo así sucediera en una ciudad española.

¿Son estas próximas elecciones las más importantes de los últimos tiempos? Difícil afirmarlo, porque se dice lo mismo de todas y, evidentemente, casi nunca será cierto, pero está claro que algo parece que se ha quebrado en el interior de aquel país, y gane uno u otro candidato el rumbo de la nación deberá ser enderezado. Nos toca ver a unos EEUU más introspectivos sea cual sea el resultado electoral, en un mundo en el que el ascenso chino le resta poder día a día y en el que esa nueva guerra fría Washington Beijing lo polarizará todo cada vez más. ¿Podrá EEUU sostener su control del sistema global en las próximas décadas? ¿Cómo mantendrá su imagen de líder mundial tras este desastroso 2020? Preguntas de mucho calado para las que no hay respuesta.

miércoles, agosto 26, 2020

Casi nada


Pasear con rumbo fijado, dando vueltas y rutas en torno al pueblo, pero sin prisa. Sólo en un par de ocasiones de manera apresurada, con el tiempo controlado, haciendo algo parecido a ejercicio, pero el resto simulando ser un flaneur fuera de la urbe, perdido en un campo que me es familiar, parándome, mirando detalles que conozco desde siempre y otros en los que no había reparado antes, consumiendo tiempo, mañanas en las que el reloj va despacio una vez que uno ha cumplido con las obligaciones familiares caseras. Todo a unas horas tempranas, en las que en verano muchos desperezan, y cuando la mañana aún está fresca.

Haciendo recados, todos los días a por el pan y el periódico, y muchos de ellos al supermercado local, a la farmacia o a similares, con la lista de la compra que se reproduce en casa de una manera que no logro entender, siempre con algún artículo que falta en un hogar en el que me da que sobra de todo. Prensa por duplicado, dos cabeceras al día, que ojeaba al llegar a casa y revisaba con detalle al volver del paseo, relajado tras el camino, dispuestos a tirar por la borda ese relajo y a convertirlo en enojo ante la incompetencia de todos aquellos que se dicen gobernantes y que no dejan de fracasar en la gestión de esta maldita pandemia. Compras hechas en un pueblo a medio gas, pero del que este agosto se ha ido algo menos de gente que en otros años, donde se veían más coches de lo habitual, y el vacío del estío, que siempre ha acompañado a este mes, lo era un poco menos. A la hora de volver del paseo solía a veces cruzarme por el centro con algunos turistas, de los pocos valientes que en este año de locos se han atrevido a viajar a sitios ajenos, paseando por las callejas, viendo la arquitectura local y preguntándose cosas que serán comunes a todos los que visitamos otros lugares y nada sabemos realmente de cómo se vive en ellos, más allá de tópicos y lugares comunes. Tardes largas, muy largas, que son sinónimo de verano, de no tener mucho que hacer, de leer algo, de oír la radio, de intentar quedar con algún amigo, de pasear nuevamente, a veces por el camino de la mañana, otras por otro, buscando las sombras que juegan y se invierten respecto a cómo se muestran al principio del día. Tardes que, comparadas con el leve ajetreo de la mañana, son un estanque inmóvil, una masa de agua calma hasta el extremo, sólo alteradas por el parte diario de infectados y fallecidos, y ni eso en los fines de semana, donde la ineptitud gubernativa da a entender que nada pasa y nadie enferma y muere. Tardes que se extienden y mueren en una noche de quietud total, de talleres apagados, de fábricas en vacaciones, que durante el resto del año hacen que los pueblos puedan llegar a generar más ruido que una gran ciudad, y dejan el mito de la calma rural enterrado en toneladas de estruendo, polvo de fundición y humos corrosivos. Talleres que yacen inertes, como enormes cadáveres, con heridas en sus fachadas, revocos y cristales caídos, fruto de incesantes vibraciones, y que, en estas semanas, como seres inertes que son, no se curan, pero tampoco se agravan sus heridas, mostrándolas sin que nada de su actividad pueda disimularlas, a sabiendas de que la próxima vez que vaya, con la actividad ya de vuelta, se ampliaran, se extenderán, y nuevas marcas afearán aún más esas tristes fachadas, que no se cuidan ni aíslan como es debido. Noches en las que las calles de talleres parecen lugares perfectos para la llegada de los extraterrestres, con esas farolas alineadas delimitando pistas de asfalto completamente vacías, que sólo sirven para reflejar una luz emitida que a nadie ilumina, y que parecen mandar un mensaje al cielo… “venir, aterrizar aquí” en medio de polígonos yermos, donde ni siquiera el típico grupo de macarras adolescentes hace ruido con sus coches muy trillados, en este, el verano de la nada.

El mar, una tarde. En un día de sol radiante, viento sur y calor hasta decir basta, el mar, verlo, contemplarlo desde la mañana en el entorno de la ciudad y por la tarde en un pueblo costero, y provechar la oportunidad de ponerme el bañador y, quizás, en la única oportunidad del año que tenga, descalzarme, andar sobre la arena con la incomodez que me produce, y llegar hasta el punto del agua. Mojarme los pies, sentir el frío en las rodillas y caderas, pero de ahí en adelante dejarme llevar por el agua, y bañarme en un Cantábrico que a los pocos minutos de acogerme me da la sensación de ser un mar cálido y propio de veraneantes. En una playa llena de gente, en un verano extraño, en un tiempo de casi nada.

miércoles, agosto 05, 2020

Beirut, arrasado


El guionista de este año 2020 no descansa, afila constantemente su colmillo y busca cómo sobresaltar al común de los mortales. Sobre una trama general en la que el coronavirus lo domina todo, va soltando hilos de trama sueltos por naciones que aumentan la complejidad y la sensación de zozobra. Qué decir de nuestro país, en el que ahora mismo se cruzan todo tipo de crisis, de tan diversos apellidos como facetas tenga la vida, y conjuntamente no sumen en una situación que es casi más de perplejidad que de angustia. ¿Cómo afrontar todo esto? ¿Por dónde empezar? Estamos casi desbordados por frentes que, por sí solos, son enormes y trascendentales.

Y como en toda buena serie, hacen falta efectos especiales. Ayer se produjo una devastadora explosión en el puerto de Beirut, capital del Líbano, en la que quedó arrasada buena parte de la infraestructura de la ciudad, vital para sus comunicaciones, abastecimiento y desarrollo económico, pero es que la onda expansiva se adentró en la urbe kilómetros y kilómetros, sembrando la destrucción a su paso. Hay varios vídeos en interne en los que se observa como una gran columna de humo blanco se yergue sobre el puerto, fruto de una explosión desconocida, y se oye un constante chasquido que aparecen petardos de feria, como si ardiera un almacén pirotécnico. Y de repente, se produce una brutal expansión explosiva en forma de bola gaseosa que se extiende todo a su alrededor y se eleva al cielo formando un hongo que recuerda al de las explosiones atómicas, eso sí, sin que estemos ante una detonación de este tipo. Los vídeos, tomados desde distintas perspectivas, ofrecen una secuencia en la que la devastación se intuye enorme y la onda de choque fruto de la detonación acaba tirando al suelo a los que portan las cámaras, destrozando sus coches, ventanas, viviendas o el lugar en el que se encuentren. ¿Qué pasó ayer en Beirut? Todo parece apuntar a que estamos ante un accidente que, sumado a una negligencia, ha podido causar una de las mayores tragedias que haya vivido esa torturada ciudad. No se sabe lo que inició las primeras explosiones, pero sí parece que lo que detona con una fuerza sádica son unas 2.700 toneladas de nitrato de amonio, un fertilizante muy utilizado en la agricultura y que es conocido por su capacidad explosiva. De hecho, ha sido utilizado por varios grupos terroristas en algunos de sus ataques y se suele registrar quién lo compra, en qué cantidades y para que usos, dada su peligrosidad. Al parecer esas toneladas llevaban tiempo almacenadas en el puerto de manera irregular, o al menos hace bastante que debían haber salido de allí, y es probable que una serie de errores administrativos, dejadeces varias y la mala suerte hayan sido la combinación perfecta que haya originado la devastación que ayer sacudió a esa ciudad, dejándola en un estado lamentable. El balance de víctimas aún es confuso, y dado el grado de destrucción alcanzado y la extensión del mismo, se tardará en saber con precisión. Se habla de unos setenta muertos y tres mil heridos, pero viendo esas imágenes es fácil suponer que estas cifras se quedarán pequeñas. Y todo esto sucede en el Líbano, un país que atraviesa en los últimos años una gran crisis económica y política, con revueltas frecuentes, caídas de gobiernos y sensación de descontrol elevada. Ya el coronavirus y los confinamientos asociados han agudizado el malestar social y el derrumbe económico en el que vive la población, y evidentemente una tragedia como la sucedida ayer no ayuda en nada a recomponer todos los problemas antes descritos, sino más bien a agudizarlos. Imagino que con el puerto arrasado será difícil abastecer a la ciudad de materias primas básicas, incluso de alimentos, y es probable que los habitantes de la capital se conviertan, desde hoy, en dependientes de una ayuda internacional que trate de paliar, en la medida de lo posible, los enormes daños que han sufrido.

Miércoles, 5 de agosto. Tras cinco meses inimaginables, hoy subo a Elorrio a pasar dos semanas largas de vacaciones, aunque no tengo claro el sentido del término vacaciones en medio de lo que estamos viviendo. Es la primera vez que subo desde que la pesadilla empezó a desatarse de verdad, y no lo he hecho en ocasión anterior tras el levantamiento del estado de emergencia. Reencontraré a familia y amigos en una situación extraña, con mascarillas, con distancia, con la sensación de que algo nos ha pasado por encima durante estos meses y el miedo de que nos vuelva a suceder algo parecido. El futuro se mide ahora en días, en brotes de infectados, poco más. Si todo va normal, y ya nada lo es, debiera volver a escribirles el miércoles 26 de agosto desde Madrid. En este caso, el deseo de que se cuiden es mucho más que una frase retórica, es la expresión de una necesidad compartida, de algo que más nos vale que hagamos.

martes, agosto 04, 2020

La marcha de un Rey


Me da que este condenado año no va a hacer falta sacar chascarrillos gibraltareños para tener algo de actualidad que comentar en los distanciados y enmascarillados encuentros en las medio vacías terrazas veraniegas. Ayer, a tres de mes, supimos los datos del día del coronavirus, nefastos, y con problemas técnicos (excusa barata) de tres CCAA para no actualizarlos, y poco después se hizo oficial el comunicado de la casa del Rey sobre la marcha allende nuestras fronteras de Juan Carlos I, salida motivada por las noticias constantes que tiñen de corrupción financiera el tramo final de su reinado y vida. De los creadores de “en agosto no pasa nada” un nuevo capítulo de “todo sucede en 2020”.

La posición del rey emérito llevaba debilitándose sin cesar a cada noticia que surgía sobre los entramados de corrupción en los que, presuntamente, estaba implicado, y todo lo relacionado con lo que los medios siguen denominando “la amiga del rey” al referirse a Corinna Larsen, presunta comisionista y probable conseguidora de favores a cambio de favores. El que la posición de Juan Carlos se estuviera tambaleando no es lo más grave, siendo algo muy serio, sino las implicaciones que ello puede tener sobre la institución de la monarquía, que encarna su hijo, en un país de escaso republicanismo combativo de izquierdas y un sentimiento monárquico más bien utilitarista. No pocas veces ha caído la monarquía en España, y el experimento posterior no ha salido precisamente muy bien, lo que en parte ha vacunado a una amplia capa de la sociedad sobre el republicanismo y sus ventajas. No es la forma del estado lo que determina la eficiencia, la solidaridad y el buen gobierno del mismo, sino las personas que, al cargo de las instituciones que se definan, deben ejercer su responsabilidad. Juan Carlos I, en lo político y profesional, ha sido un gran rey, de los mejores de la historia de este país, el único de hecho que ha reinado en democracia, tal y como la entendemos hoy en día, y su legado en este ámbito permanecerá más allá de su existencia, pero a día de hoy el asunto de sus finanzas, un tema no privado dada su relevancia pública, lo oculta todo, y la necesidad de hacer un cortafuegos para proteger a Felipe VI era cada vez más acuciante. ¿Es acertada la medida tomada? Sí en el sentido de alejamiento, de distancia, de separación, no en la imagen que se ofrece de marcha del país, cruzando fronteras como un prófugo. En este sentido la nota de su abogado que señala que, pese a la marcha del país, sigue disposición de las autoridades judiciales españolas abre la puerta a que los procedimientos puestos en marcha por la Audiencia Nacional puedan seguir su curso si así lo determinan, y que a donde se haya ido el rey sea un lugar en el que la extradición sea un procedimiento acordado entre esa nación y la española. En todo caso es muy triste comprobar que una trayectoria histórica de enorme peso como la de Juan Carlos acaba mancillada de esta manera, sumida en la indignidad de la escapada agosteña, envuelta en presuntas mordidas y rubias amantes. Alguien señaló ayer que la persona de juan Carlos no ha sabido, finalmente, estar a la altura del personaje histórico de Juan Carlos, y que presuntas tentaciones tan burdas como el dinero y los chispeantes ojos corinnaceos, que a buen seguro a muchos de nosotros nos llevarían a la perdición, le han afectado de una manera tan profunda como lo haría al común de los mortales. En este caso su campechanía le ha igualado, presuntamente, y en exceso a los personajes de la actualidad corrupta patria, en la que vemos a un catálogo de sujetos de toda clase y condición, rendidos ante prebendas, algunas carísimas, otras de un grado de ridiculez alarmante, arrojando por la borda su imagen, prestigio, futuro y demás por unos relojes, unos trajes, unas cuentas en Suiza o cosas por el estilo. El alma humana es fácilmente corrompible, y quien mejor lo sabe es el que pone el señuelo para que pique el tentado, sea político, podemita bolivariano, esposo de la madre superiora de la presunta nación catalana o Rey.

Felipe VI se enfrenta a hora, muy solo, a uno de sus mayores retos, que es el de mantener la institución, en medio de la descomposición familiar, con ataques constantes de parte de la bancada política, y con la seguridad de que la bula, o el servilismo si ustedes lo prefieren, de parte de los medios y de la sociedad ante la figura del Rey ha caído. Será Felipe VI juzgado de manera constante por sus actos y su vida será escrutada como nunca. Sabe que no puede cometer errores, que carece de margen para ello, y que de ser pillado en ellos pocas opciones tendría de sostenerse en su actual papel. Confío en su sangre fría y su experiencia, sabe que este mundo no es el que conoció su padre, que ya nada es como era. No envidio en nada su posición

lunes, agosto 03, 2020

Cuando las piernas ya no pueden más


No aprendemos, no aprendo. Tenemos los hechos delante, pero nos creemos superiores a ellos, tratamos de forzar la realidad para que se amolde a nuestros deseos y luego nos estrellamos, y el daño nos hace pensar la dimensión del error cometido. Nos pasa como sociedad y a cada uno de nosotros, que pensamos que somos mucho más fuertes de lo que nos creemos. Uno piensa que tiene veinte y pocos años y se pone delante del google maps a planificar una ruta en bici, haciendo rayitas sobre una pantalla y calculando que esos repechos que ahí se muestran son accesibles, pero resulta que cada una de mis piernas es la que tiene veinte y pocos años, por así decirlo, y claro, tiran lo que tiran y dan para lo que dan. No poco, pero no más.

Todos los años, llegado agosto, suelo hacer una excursión a la sierra para intentar subir Navacerrada, que es un señor puerto. Para ello he tenido que hacer varios intentos del anillo ciclista de Madrid y ver que he llegado a cada derrengado, pero con un poco de reserva. Subir Navacerrada es toda una excursión, requiere madrugar mucho, coger el metro, el cercanías y llegar a Cercedilla a una hora muy temprana, no tanto por el calor sino por el tiempo, porque dando pedales cuesta arriba se da la paradoja de que cada minuto parece una hora, pero el reloj corre como un poseso, y el tiempo se evapora. Tras dejar el pueblo y una serie de cruces que llevan camino al puerto, comencé la subida, que logré terminar en un estado aceptable, yendo en todo momento en modo supervivencia, ajustando el pedaleo a un desarrollo cómodo y buscando conservar fuerzas. Es un puerto tendido, de primera, de ancha carretera, siete kilómetros de subida con porcentajes de entre el siete y el 8 por ciento y un último del 10 por ciento que te deja a más de mil ochocientos metros de altitud. Una vez allí descansé un poco y seguí con la ruta prevista, llegando al puerto de cotos por una carretera que es casi llana y posee una refrescante fuente a mitad de trayecto. Ya en Cotos, dudé unos minutos, porque la decisión loca empezaba ahí. ¿Me daba la vuelta y volvía por donde he venido o me lanzaba al abismo? Cometí el error, y me lancé, en este caso a bajar Cotos, una carretera virada, preciosa, rodeada de bosque que baja todo el valle del Lozoya hasta llegar a El Paular y Rascafría, en un entorno idílico. Una vez ahí el plan era coger a la derecha en Rascafría y subir a la Morcuera, otro alto de primera categoría, de perfil mucho más revirado, carretera estrecha, firme irregular y paisaje agreste, que no se acaba nunca. Al poco de empezar a subir me di cuenta de que estaba justito de fuerzas, y al contrario de lo que pasa en Navacerrada, la vertiente norte de Morcuera no muestra el destino hasta que uno está casi en él, por lo que el ascenso se hace eterno. Vi el cartel que señalaba nueve kilómetros hasta la cota y me asusté, porque era obvio que no tenía piernas para hacer nueve kilómetros con rampas medias del siete u ocho por ciento. Hice los kilómetros nueve, ocho y siete, que incluyen un conjunto de reviradas curvas de herradura que dan un cierto respiro cuando se toman hacia la izquierda y se abren, pero pasado el siete empiezan unas rampas inmisericordes que se suceden una tras otra en medio de un paisaje cada vez más pedregoso que empezó a ganarme. No puede llegar al cartel de kilómetro seis sin pararme, poniendo el pie en tierra e invalidando la subida. Tras unos minutos reanudé la marcha, pero el dolor en las piernas empezaba a ser angustioso. Apenas unos cientos de metros después volvía a poner pie en tierra y comprobé que no había manera, que no iba a ser capaz de hacer aquella ascensión a pedales, y lo que es peor, que no tenía sentido darme la vuelta, por lo que opté por el único camino posible, seguir andando hasta la cima, a pie, llevando la bici a mi lado como una burra que me sirviera de compañía, y, cada vez más, a cada paso que daba de apoyo. Los kilómetros caían cada vez más despacio y, cálculo que cada trescientos metros de marcha, me tenía que parar, porque ahora eran los músculos encargados de andar los que gritaban basta. A falta de tres kilómetros para la cima sólo había daño en las piernas, negación en la cabeza y arrepentimiento ante la funesta idea que había tenido delante de la pantalla del ordenador.

Sí, conseguí llegar a la cima, en un estado calamitoso, en silencio, sin fuerzas para la queja, y dominado por el dolor. Era evidente que no podría terminar el recorrido previsto, que era bajar ese puerto gasta Miraflores y llegar a Colmenar, donde cogería otro Cercanías que me dejase en Madrid. Hice la bajada del puerto, espectacular como pocas, en mal estado, sin poder fijarme en los detalles, pasé Miraflores y, siguiendo la carretera que desciende, llegué a Soto del real, pero allí el viento en contra y el final de mis fuerzas fueron suficientes para decidirme a parar en una marquesina y esperar a un bus que me llevase a Madrid. Con un aspecto más propio de un Ecce Homo que de una persona, esperaba ese bus como la salvación. Y llegó, y pude subir la bici, e iniciar el camino de regreso a la ciudad en un estado de derrota muscular que aún me dura.