Pasear
con rumbo fijado, dando vueltas y rutas en torno al pueblo, pero sin prisa.
Sólo en un par de ocasiones de manera apresurada, con el tiempo controlado,
haciendo algo parecido a ejercicio, pero el resto simulando ser un flaneur
fuera de la urbe, perdido en un campo que me es familiar, parándome, mirando
detalles que conozco desde siempre y otros en los que no había reparado antes,
consumiendo tiempo, mañanas en las que el reloj va despacio una vez que uno ha
cumplido con las obligaciones familiares caseras. Todo a unas horas tempranas,
en las que en verano muchos desperezan, y cuando la mañana aún está fresca.
Haciendo
recados, todos los días a por el pan y el periódico, y muchos de ellos al
supermercado local, a la farmacia o a similares, con la lista de la compra que
se reproduce en casa de una manera que no logro entender, siempre con algún
artículo que falta en un hogar en el que me da que sobra de todo. Prensa por
duplicado, dos cabeceras al día, que ojeaba al llegar a casa y revisaba con
detalle al volver del paseo, relajado tras el camino, dispuestos a tirar por la
borda ese relajo y a convertirlo en enojo ante la incompetencia de todos
aquellos que se dicen gobernantes y que no dejan de fracasar en la gestión de
esta maldita pandemia. Compras hechas en un pueblo a medio gas, pero del que
este agosto se ha ido algo menos de gente que en otros años, donde se veían más
coches de lo habitual, y el vacío del estío, que siempre ha acompañado a este
mes, lo era un poco menos. A la hora de volver del paseo solía a veces cruzarme
por el centro con algunos turistas, de los pocos valientes que en este año de
locos se han atrevido a viajar a sitios ajenos, paseando por las callejas,
viendo la arquitectura local y preguntándose cosas que serán comunes a todos
los que visitamos otros lugares y nada sabemos realmente de cómo se vive en
ellos, más allá de tópicos y lugares comunes. Tardes largas, muy largas, que
son sinónimo de verano, de no tener mucho que hacer, de leer algo, de oír la
radio, de intentar quedar con algún amigo, de pasear nuevamente, a veces por el
camino de la mañana, otras por otro, buscando las sombras que juegan y se
invierten respecto a cómo se muestran al principio del día. Tardes que,
comparadas con el leve ajetreo de la mañana, son un estanque inmóvil, una masa
de agua calma hasta el extremo, sólo alteradas por el parte diario de
infectados y fallecidos, y ni eso en los fines de semana, donde la ineptitud
gubernativa da a entender que nada pasa y nadie enferma y muere. Tardes que se
extienden y mueren en una noche de quietud total, de talleres apagados, de fábricas
en vacaciones, que durante el resto del año hacen que los pueblos puedan llegar
a generar más ruido que una gran ciudad, y dejan el mito de la calma rural
enterrado en toneladas de estruendo, polvo de fundición y humos corrosivos. Talleres
que yacen inertes, como enormes cadáveres, con heridas en sus fachadas, revocos
y cristales caídos, fruto de incesantes vibraciones, y que, en estas semanas,
como seres inertes que son, no se curan, pero tampoco se agravan sus heridas,
mostrándolas sin que nada de su actividad pueda disimularlas, a sabiendas de
que la próxima vez que vaya, con la actividad ya de vuelta, se ampliaran, se
extenderán, y nuevas marcas afearán aún más esas tristes fachadas, que no se
cuidan ni aíslan como es debido. Noches en las que las calles de talleres
parecen lugares perfectos para la llegada de los extraterrestres, con esas
farolas alineadas delimitando pistas de asfalto completamente vacías, que sólo
sirven para reflejar una luz emitida que a nadie ilumina, y que parecen mandar
un mensaje al cielo… “venir, aterrizar aquí” en medio de polígonos yermos,
donde ni siquiera el típico grupo de macarras adolescentes hace ruido con sus
coches muy trillados, en este, el verano de la nada.
El
mar, una tarde. En un día de sol radiante, viento sur y calor hasta decir
basta, el mar, verlo, contemplarlo desde la mañana en el entorno de la ciudad y
por la tarde en un pueblo costero, y provechar la oportunidad de ponerme el bañador
y, quizás, en la única oportunidad del año que tenga, descalzarme, andar sobre
la arena con la incomodez que me produce, y llegar hasta el punto del agua.
Mojarme los pies, sentir el frío en las rodillas y caderas, pero de ahí en
adelante dejarme llevar por el agua, y bañarme en un Cantábrico que a los pocos
minutos de acogerme me da la sensación de ser un mar cálido y propio de
veraneantes. En una playa llena de gente, en un verano extraño, en un tiempo de
casi nada.
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