La
crisis que se vive en Bielorrusia es otra de esas noticias que, en ausencia de
coronavirus, coparía portadas y atención en medio mundo, por la trascendencia
de lo que allí se vive, para esa nación y, sobre todo, para el equilibrio de
poder entre la UE y Rusia. Asistimos, por así decirlo, a una repetición, con
sus muchas diferencias, de lo que se vivió en el Maidan de Kiev en la revolución
naranja que derrocó el gobierno pro ruso que, entonces, mandaba en Ucrania. Sin
embargo, Bielorrusia es un país mucho más opaco, desconocido, y posee un
régimen que, en calidad represora, es una dictadura de primera división.
Comparado con él Ucrania era una fértil democracia occidental.
Muchos
han descubierto ahora la figura de Andrey Lukasehnko, presidente de Bielorrusia
durante el último cuarto de siglo, un sujeto estirado, calvo, con bigotito, que
dirige el país con mano de hierro desde que llegó al poder, tras el proceso de
desmembramiento de la URSS, y que ha mantenido a su país en el ostracismo
global durante todos estos años. ¿Les suena que laguna vez se haya hablado de
ese país en nuestros informativos? ¿Algo ha pasado allí relevante en las
últimas décadas? Dotada de una gran extensión de terreno, habitada por menos de
diez millones de personas, la economía de esa nación es una foto ajada de lo
que era el mundo soviético, con fábricas e industrias colectivas en las que se
gana un salario de miseria por un trabajo que se hace mal para poder así
comprar las tres o cuatro cosas que se venden. Viajar allí debe ser una especie
de viaje en el tiempo, a los ochenta, pero no esos que se venden como
agradables de nuestra época educativa, no, sino los duros y grises ochenta del
herrumbroso imperio soviético. Desde su llegada al poder Lukashenko se las ha
arreglado para firmar acuerdos de cooperación con Rusia, buscando
principalmente suministros de energía y cereales, logrando abastecer al país, y
dejando el resto del tiempo libre de su gobernanza en mantenerlo sometido. Una
tras otra, ha celebrado elecciones en las que era reelegido por resultados que
superaban ampliamente el 90% de los sufragios emitidos. Quizás no fuera
realmente así, pero que más daba. Eso se anunciaba y ya está. En las elecciones
de hace unas semanas las cosas debieran haber sido así, pero algo se ha torcido
en el férreo plan del dictador. Una oposición democrática, que llevaba tiempo
larvada, ha surgido y osado enfrentarse al jerarca y su máquina del poder. Por
primera vez en décadas se vieron mítines opositores en las calles de Minsk, y
las elecciones en sí mismas fueron percibidas por el régimen como un riesgo,
algo inaudito en las mentes totalitarias que rigen la nación. Llegó el día de
las votaciones y, uy, casi casi, Lukashenko obtuvo poco más del 80% de los votos,
lo que para Iglesias sería motivo de profunda autocrítica. La oposición, ante
un resultado que no era creíble, se lanzó a la calle, y ahí está desde
entonces, denunciando la opresión del régimen, las décadas de persecuciones,
encarcelamientos y represalias que ha sufrido todo aquel que no está a los pies
del dictador, y las concentraciones desbordan Minsk un día sí y otro también,
con la sensación de que este pulso ha venido para quedarse un tiempo y que,
esta vez, el dictador no se saldrá con la suya tan fácilmente. La líder
opositora, Svetlana Tijanóvskaya, ha huido a Lituania para evitar ser detenida,
y desde allí concita apoyos internacionales para denunciar lo que pasa en su país
y presionar al régimen. ¿Busca Tijanóvskaya una vía a lo Juan Guaidó para
disputar el poder y obtener legitimidad? No es descartable.
En
todo caso, parece evidente que el desenlace de lo que pase en Bielorrusia estará
completamente condicionado por lo que se decida en Moscú. De momento Putin mira,
espera, y no toma decisiones. Ayer
anunció que está dispuesto a enviar refuerzos para defender al dictador en caso
de que así sea necesario, añadiendo más presión. Lo único seguro es que
Rusia quiere seguir teniendo en Minsk un régimen servil y que le sirva de tapón,
de marca defensiva, ante la UE, dado que Bielorrusia posee frontera física con
Polonia. Si ese régimen requiere que Lukashenko siga o sea sustituido por otro
títere está por ver. Lo que Putin no vería nada bien sería la llegada de una
democracia a aquella nación, y
eso lo sabe perfectamente la Nobel de literatura Svetlana Alexievich, en el
punto de mira del régimen, que lleva el temor en su rostro.
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