No
aprendemos, no aprendo. Tenemos los hechos delante, pero nos creemos superiores
a ellos, tratamos de forzar la realidad para que se amolde a nuestros deseos y
luego nos estrellamos, y el daño nos hace pensar la dimensión del error
cometido. Nos pasa como sociedad y a cada uno de nosotros, que pensamos que
somos mucho más fuertes de lo que nos creemos. Uno piensa que tiene veinte y
pocos años y se pone delante del google maps a planificar una ruta en bici,
haciendo rayitas sobre una pantalla y calculando que esos repechos que ahí se
muestran son accesibles, pero resulta que cada una de mis piernas es la que
tiene veinte y pocos años, por así decirlo, y claro, tiran lo que tiran y dan
para lo que dan. No poco, pero no más.
Todos
los años, llegado agosto, suelo hacer una excursión a la sierra para intentar
subir Navacerrada, que es un señor puerto. Para ello he tenido que hacer varios
intentos del anillo ciclista de Madrid y ver que he llegado a cada derrengado,
pero con un poco de reserva. Subir Navacerrada es toda una excursión, requiere
madrugar mucho, coger el metro, el cercanías y llegar a Cercedilla a una hora
muy temprana, no tanto por el calor sino por el tiempo, porque dando pedales
cuesta arriba se da la paradoja de que cada minuto parece una hora, pero el
reloj corre como un poseso, y el tiempo se evapora. Tras dejar el pueblo y una
serie de cruces que llevan camino al puerto, comencé la subida, que logré
terminar en un estado aceptable, yendo en todo momento en modo supervivencia,
ajustando el pedaleo a un desarrollo cómodo y buscando conservar fuerzas. Es un
puerto tendido, de primera, de ancha carretera, siete kilómetros de subida con
porcentajes de entre el siete y el 8 por ciento y un último del 10 por ciento
que te deja a más de mil ochocientos metros de altitud. Una vez allí descansé
un poco y seguí con la ruta prevista, llegando al puerto de cotos por una
carretera que es casi llana y posee una refrescante fuente a mitad de trayecto.
Ya en Cotos, dudé unos minutos, porque la decisión loca empezaba ahí. ¿Me daba
la vuelta y volvía por donde he venido o me lanzaba al abismo? Cometí el error,
y me lancé, en este caso a bajar Cotos, una carretera virada, preciosa, rodeada
de bosque que baja todo el valle del Lozoya hasta llegar a El Paular y
Rascafría, en un entorno idílico. Una vez ahí el plan era coger a la derecha en
Rascafría y subir a la Morcuera, otro alto de primera categoría, de perfil
mucho más revirado, carretera estrecha, firme irregular y paisaje agreste, que
no se acaba nunca. Al poco de empezar a subir me di cuenta de que estaba
justito de fuerzas, y al contrario de lo que pasa en Navacerrada, la vertiente
norte de Morcuera no muestra el destino hasta que uno está casi en él, por lo
que el ascenso se hace eterno. Vi el cartel que señalaba nueve kilómetros hasta
la cota y me asusté, porque era obvio que no tenía piernas para hacer nueve
kilómetros con rampas medias del siete u ocho por ciento. Hice los kilómetros
nueve, ocho y siete, que incluyen un conjunto de reviradas curvas de herradura
que dan un cierto respiro cuando se toman hacia la izquierda y se abren, pero
pasado el siete empiezan unas rampas inmisericordes que se suceden una tras
otra en medio de un paisaje cada vez más pedregoso que empezó a ganarme. No
puede llegar al cartel de kilómetro seis sin pararme, poniendo el pie en tierra
e invalidando la subida. Tras unos minutos reanudé la marcha, pero el dolor en
las piernas empezaba a ser angustioso. Apenas unos cientos de metros después
volvía a poner pie en tierra y comprobé que no había manera, que no iba a ser
capaz de hacer aquella ascensión a pedales, y lo que es peor, que no tenía
sentido darme la vuelta, por lo que opté por el único camino posible, seguir
andando hasta la cima, a pie, llevando la bici a mi lado como una burra que me
sirviera de compañía, y, cada vez más, a cada paso que daba de apoyo. Los kilómetros
caían cada vez más despacio y, cálculo que cada trescientos metros de marcha,
me tenía que parar, porque ahora eran los músculos encargados de andar los que
gritaban basta. A falta de tres kilómetros para la cima sólo había daño en las
piernas, negación en la cabeza y arrepentimiento ante la funesta idea que había
tenido delante de la pantalla del ordenador.
Sí,
conseguí llegar a la cima, en un estado calamitoso, en silencio, sin fuerzas para
la queja, y dominado por el dolor. Era evidente que no podría terminar el
recorrido previsto, que era bajar ese puerto gasta Miraflores y llegar a
Colmenar, donde cogería otro Cercanías que me dejase en Madrid. Hice la bajada
del puerto, espectacular como pocas, en mal estado, sin poder fijarme en los
detalles, pasé Miraflores y, siguiendo la carretera que desciende, llegué a
Soto del real, pero allí el viento en contra y el final de mis fuerzas fueron
suficientes para decidirme a parar en una marquesina y esperar a un bus que me
llevase a Madrid. Con un aspecto más propio de un Ecce Homo que de una persona,
esperaba ese bus como la salvación. Y llegó, y pude subir la bici, e iniciar el
camino de regreso a la ciudad en un estado de derrota muscular que aún me dura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario