lunes, agosto 03, 2020

Cuando las piernas ya no pueden más


No aprendemos, no aprendo. Tenemos los hechos delante, pero nos creemos superiores a ellos, tratamos de forzar la realidad para que se amolde a nuestros deseos y luego nos estrellamos, y el daño nos hace pensar la dimensión del error cometido. Nos pasa como sociedad y a cada uno de nosotros, que pensamos que somos mucho más fuertes de lo que nos creemos. Uno piensa que tiene veinte y pocos años y se pone delante del google maps a planificar una ruta en bici, haciendo rayitas sobre una pantalla y calculando que esos repechos que ahí se muestran son accesibles, pero resulta que cada una de mis piernas es la que tiene veinte y pocos años, por así decirlo, y claro, tiran lo que tiran y dan para lo que dan. No poco, pero no más.

Todos los años, llegado agosto, suelo hacer una excursión a la sierra para intentar subir Navacerrada, que es un señor puerto. Para ello he tenido que hacer varios intentos del anillo ciclista de Madrid y ver que he llegado a cada derrengado, pero con un poco de reserva. Subir Navacerrada es toda una excursión, requiere madrugar mucho, coger el metro, el cercanías y llegar a Cercedilla a una hora muy temprana, no tanto por el calor sino por el tiempo, porque dando pedales cuesta arriba se da la paradoja de que cada minuto parece una hora, pero el reloj corre como un poseso, y el tiempo se evapora. Tras dejar el pueblo y una serie de cruces que llevan camino al puerto, comencé la subida, que logré terminar en un estado aceptable, yendo en todo momento en modo supervivencia, ajustando el pedaleo a un desarrollo cómodo y buscando conservar fuerzas. Es un puerto tendido, de primera, de ancha carretera, siete kilómetros de subida con porcentajes de entre el siete y el 8 por ciento y un último del 10 por ciento que te deja a más de mil ochocientos metros de altitud. Una vez allí descansé un poco y seguí con la ruta prevista, llegando al puerto de cotos por una carretera que es casi llana y posee una refrescante fuente a mitad de trayecto. Ya en Cotos, dudé unos minutos, porque la decisión loca empezaba ahí. ¿Me daba la vuelta y volvía por donde he venido o me lanzaba al abismo? Cometí el error, y me lancé, en este caso a bajar Cotos, una carretera virada, preciosa, rodeada de bosque que baja todo el valle del Lozoya hasta llegar a El Paular y Rascafría, en un entorno idílico. Una vez ahí el plan era coger a la derecha en Rascafría y subir a la Morcuera, otro alto de primera categoría, de perfil mucho más revirado, carretera estrecha, firme irregular y paisaje agreste, que no se acaba nunca. Al poco de empezar a subir me di cuenta de que estaba justito de fuerzas, y al contrario de lo que pasa en Navacerrada, la vertiente norte de Morcuera no muestra el destino hasta que uno está casi en él, por lo que el ascenso se hace eterno. Vi el cartel que señalaba nueve kilómetros hasta la cota y me asusté, porque era obvio que no tenía piernas para hacer nueve kilómetros con rampas medias del siete u ocho por ciento. Hice los kilómetros nueve, ocho y siete, que incluyen un conjunto de reviradas curvas de herradura que dan un cierto respiro cuando se toman hacia la izquierda y se abren, pero pasado el siete empiezan unas rampas inmisericordes que se suceden una tras otra en medio de un paisaje cada vez más pedregoso que empezó a ganarme. No puede llegar al cartel de kilómetro seis sin pararme, poniendo el pie en tierra e invalidando la subida. Tras unos minutos reanudé la marcha, pero el dolor en las piernas empezaba a ser angustioso. Apenas unos cientos de metros después volvía a poner pie en tierra y comprobé que no había manera, que no iba a ser capaz de hacer aquella ascensión a pedales, y lo que es peor, que no tenía sentido darme la vuelta, por lo que opté por el único camino posible, seguir andando hasta la cima, a pie, llevando la bici a mi lado como una burra que me sirviera de compañía, y, cada vez más, a cada paso que daba de apoyo. Los kilómetros caían cada vez más despacio y, cálculo que cada trescientos metros de marcha, me tenía que parar, porque ahora eran los músculos encargados de andar los que gritaban basta. A falta de tres kilómetros para la cima sólo había daño en las piernas, negación en la cabeza y arrepentimiento ante la funesta idea que había tenido delante de la pantalla del ordenador.

Sí, conseguí llegar a la cima, en un estado calamitoso, en silencio, sin fuerzas para la queja, y dominado por el dolor. Era evidente que no podría terminar el recorrido previsto, que era bajar ese puerto gasta Miraflores y llegar a Colmenar, donde cogería otro Cercanías que me dejase en Madrid. Hice la bajada del puerto, espectacular como pocas, en mal estado, sin poder fijarme en los detalles, pasé Miraflores y, siguiendo la carretera que desciende, llegué a Soto del real, pero allí el viento en contra y el final de mis fuerzas fueron suficientes para decidirme a parar en una marquesina y esperar a un bus que me llevase a Madrid. Con un aspecto más propio de un Ecce Homo que de una persona, esperaba ese bus como la salvación. Y llegó, y pude subir la bici, e iniciar el camino de regreso a la ciudad en un estado de derrota muscular que aún me dura.

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