miércoles, abril 12, 2023

Un resort borroka

En su excelente libro “Los amnésicos” Geraldine Schwarz, de padre alemán y madre francesa, cuenta historias de su familia que, con el ascenso al nazismo, participó en el comportamiento silencioso y cómplice que invadió a muchos, que no apoyaron expresamente a Hitler pero que, como los Schwarz, se hicieron con propiedades confiscadas a vecinos que eran judíos, o no, pero que estuvieron en la diana del régimen. En el texto se buscan las causas de esos comportamientos deshonestos pero extendidos, comprensibles desde el lado de la codicia, pero insoportables para la ética. Todo el relato es, en el fondo, un testimonio de arrepentimiento.

Durante los días festivos de la Semana Santa ha tenido lugar en Elorrio el encuentro de las juventudes de Bildu, partido elevado a los altares del progresismo por no pocos gracias a que sostiene al gobierno nacional y, así, de paso, las nóminas de los aduladores. Una reunión que habrá juntado del orden del cinco a siete mil jóvenes para los que la organización, además de prever espacios de aparcamiento y acampada, había previsto numerosos actos musicales, culturales y políticos. Más allá de la sobreexposición a la estética borroka, caricaturizada hace tiempo en algunas películas de éxito, el encuentro era una orgullosa manifestación de la ideología totalitaria que ha amparado más de ochocientos asesinatos en el País Vasco y resto de España, muchos de ellos aún no juzgados al no poder ser esclarecidos. Detrás de las pancartas, lemas e imágenes que se exhibían por doquier en calles y espacios públicos, se encontraba un indisimulado orgullo de pertenecer a una supuesta élite, líder de un proceso de construcción nacional, para el que, si es necesario, se sacrifica a los que se vean como obstáculos. ¿Se veía algún signo de arrepentimiento por parte de los congregados respecto a los actos desarrollados por ETA? No, ninguno. Más bien lo contrario. El mensaje que se quería transmitir es que el terrorismo ha sido la vanguardia del movimiento, los que llegaron más allá en su compromiso, los que dieron la vida por él, los que sacrificaron la comodidad de una vida burguesa a cambio de una militancia plena. Para los congregados los terroristas siguen siendo héroes, y como tales los tratan. Las víctimas, basura a olvidar, ejecutados como era debido y por razones que sobraban ya en su momento. Asistir como espectador a un espectáculo de este tipo no sólo es repugnante sino, sobre todo, desmoralizador. Sí, ETA ha desaparecido, gracias única y exclusivamente a la acción de la policía y Guardia Civil, los auténticos héroes del final del siglo XX e inicios del XXI en la sociedad vasca, pero para gran parte de los ciudadanos de aquella parte del país, y sorprendentemente para no pocos del resto, la acción nazi emprendida por el terrorismo nacionalista vasco sigue contando con una aureola de lucha por la libertad que es, directamente, propia de frenopático. Justo lo contrario de lo que se pretende festejar es lo que la banda asesina y sus secuaces sembraron durante décadas en pueblos y ciudades de todo el país, y con un dominio establecido en algunas localidades vascas propio de escenarios mafiosos. Transcurridos los años, el fracaso de la intentona terrorista es obvio, pero resulta triste comprobar como una parte de esa sociedad y mucha de la dirigencia que entonces mantenía el poder y sigue sujetándolo con fuerza ver el terrorismo como algo anecdótico, cuando no necesario. No hay arrepentimiento alguno en los que apoyaron a esa banda de asesinos, y resulta asombroso, o no, que sólo sean algunos de los que empuñaron las pistolas y mataron los únicos que, sinceramente, hayan expresado su sensación de fracaso y vergüenza por lo que hicieron.

Como dijo Pablo Martínez Zarracina hace unas semanas ante las sucias declaraciones de Pello Azpiazu, consejero de Economía del Gobierno Vasco (uno de los que nunca ha soltado el poder) al afirmar que el terrorismo etarra no había tenido consecuencias económicas para el País Vasco, en los años del terror la sociedad se dividía en tres. Unos, pocos, que tenían miedo a ser asesinados, otros, más, que asesinaban y ayudaban a hacerlo y el resto, la mayoría, silenciosa, que miraba para otro lado y se aprovechaba de las nueces que caían tras tirotear al árbol, o a lo que se pusiera en el objetivo. La amnesia voluntaria que se vivió en aquellos tristes años sigue, en gran parte. Y de arrepentimiento nada, apenas se ve nada.

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