El pasado fin de semana tuvo lugar en la Casa Blanca otra reunión entre Trump y Zelensky. La idea del ucraniano era pedir que Washington mantenga el respaldo que ahora proporciona y, sobre todo, solicitar el préstamo y uso de misiles Tomahawk, cuyo alcance y precisión pondrían a todo el flanco europeo de Rusia al alcance casi directo de Ucrania. Los analistas aseguraban que el encuentro se iba a dar en buenas condiciones y que había opciones de acuerdo. Me escamé bastante cuando, tras la reunión, Zelensky dio la rueda de prensa posterior ante los medios no en el despacho oval, sino en los exteriores de la residencia. La cosa había ido mal.
Así fue. Ni cesiones de misiles ni nuevas ayudas ni nada. Al parecer volvió a haber bronca en el encuentro, esta vez no retransmitida para todo el mundo, y la sensación de los ucranianos, y la de los que les apoyamos, se tradujo nuevamente en derrota. En paralelo, por sorpresa, Trump anunció una nueva e inminente cumbre con Putin para discutir sobre el final de la guerra. Una reunión que se celebraría en Budapest, capital europea en la que manda el aliado del Kremlin Orban, y que tendría como punto de partida el reconocimiento de la situación actual del frente como escenario de un alto el fuego permanente. Todo eran detalles propios de una cesión absoluta de Trump ante el dictador ruso. Asombro en media Europa por todo ello. Envalentonado por los efectos del plan de Gaza, Trump quería hacer que otra guerra desembocase en un armisticio que le sirviera para presumir ante el mundo de su poder y capacidades, pero al contrario que en el caso de Israel, que no es capaz de actuar sin el permiso y suministro de EEUU, Rusia puede hacer lo que le plazca le guste a Trump o no, y Putin, que es mucho más listo, le tiene totalmente tomada la medida al magante y sabe cómo hacer que ese sujeto infantil e imprevisible siga sus dictados. Le adula lo necesario, le toca la fibra sensible del sentimiento religioso cristiano, que a Trump le da igual, pero no a sus bases, le manda mensajes muy personales que le llegan al inquilino de la Casa Blanca, le camela. Mientras hace todo eso, bombardea Ucrania, mata todo lo que puede y mantiene una guerra de exterminio que no conduce a ninguna parte, más allá de cronificar el sufrimiento en la región. Eso a Putin le da igual. A Trump tampoco le importa mucho, la verdad. Ambos personajes comparten el deseo profundo de ser los que manden, sin cortapisa alguna, en su mundo. El ruso lo ha conseguido y el norteamericano no, gracias a las salvaguardas de la ley, y eso le enrabieta. Putin sabe que Trump, en el fondo, le envidia. Le encantaría al magnate gobernar EEUU a la manera en que lo hace Vladimir, con el miedo reverencial por bandera y palacios inmensos de enormes dorados a su servicio. Para Trump Zelensky es un pordiosero que acude a su mansión a implorar ayuda, y que no deja de molestarle, como si se tratase de un pedigüeño que residiera a los pies de su torre de Manhattan. Él se mueve en el mundo de los hombres duros, como Putin o Xi, los ve como iguales, como rivales con los que comparte una misma forma de ver la vida. Los europeos, en general, son para Trump amigos de ese mendigo que reside en la acera, sujetos complicados, muchos, dispersos, que no se ponen de acuerdo, que piden, que tienen miedo, que respetan algo llamado ley, que siguen normas, que no usan la violencia como argumento principal en sus vidas. Sujetos confusos. Le aburren, le aturden. Le aturdimos. Si al menos rindiéramos pleitesía de manera constante seríamos graciosos, como bufones de corte, pero ni a eso parece que llegamos a los ojos de Donal.
El martes se supo que se cancelaba la reunión prevista en Budapest, en uno de los habituales giros en las decisiones del frívolo Trump, sin que se sepa el por qué. Ayer Bessent, el secretario del tesoro, anunció la imposición de sanciones por parte de EEUU a petroleras rusas, pero está por ver si son algo más que meras declaraciones. Y de mientras, como cada día, ucranianos inocentes eran asesinados por drones rusos en el golpe diario que no cesa. El mendigo que está en la acera cada vez tiene peor aspecto y Trump duda entre darle una limosna o echarle a patadas de ahí. Y Putin, encantado, sigue inamovible. El malnacido de él sigue siendo el más listo en toda esta cruel partida.