La cascada de casos de corrupción que se acumulan en las postrimerías del sanchismo sólo es comparable a la verborrea de Trump. Ambos fenómenos son imposibles de abordar en su conjunto, saturan al que los recibe, estresan sin piedad al consumidor de noticias, que no logra enterarse de uno de los asuntos cuando aparece otro que lo sepulta. El ruido es total, la sensación de derrumbe creciente y la percepción pública, al menos en lo nacional, bastante coincidente en que esto es la agonía de un desgobierno que no arrancó traicionando su promesa electoral de no amnistiar y que acabará con un rosario de vistas a los juzgados y, quizás, a las prisiones.
Pero siempre los hay que sacan tajada en todas las ocasiones, y en esto es justo reconocer que el PNV es el maestro absoluto a la hora de llevárselo, crudo, cocinado o a medio hacer, da igual. Una de las peores consecuencias de la corrupción es la disolvente evidencia de que uno es imbécil, y que el corrupto así te trata a la cara. Véase lo que pasa en Telefónica. En esa empresa los gobiernos de turno siempre han metido más o menos mano, en función de la época y de la participación que el estado tenía en la compañía y, también, el descaro con el que se actuaba. Ahora mismo, con una posición del 10% en el capital de la empresa, Moncloa manda mucho y se cree el mandamás de la compañía, y eso afecta a todas las líneas estratégicas de la empresa, a sus negocios presentes y futuros, al valor depauperado de la acción y a un montón de cosas. En este contexto, se ha presentado un nuevo ERE que afectará a varios miles de personas. Se empezó a hablar de unas seis mil y ahora la cifra que se baraja ronda los cuatro mil. En todo caso, mucha gente, un porcentaje significativo de la empresa, que afecta a todas las estructuras de la misma. Vendidos como una herramienta para optimizar las cuentas, normalmente estos EREs suelen ser bastante generosos, y esconden en sus condiciones el desprecio que supone el que personas valiosas que puedan llevar mucho tiempo trabajando en la empresa y conocen del negocio sean echadas a unas edades en las que su productividad aún es alta para, en general, ser suplidos o por gente joven inexperta, que debe formarse, pero que cobra mucho menos, y en no pocos casos amiguetes que ni saben ni se espera que trabajen, pero que suponen la devolución de favores pasados en forma de lustrosos despachos, cargos con gran pompa en su denominación y presencia garantizada en eventos y todo tipo de saraos públicos, junto a un sueldo equivalente a varios de los válidos empleados echados de manera indigna. Ayer se supo que Movistar Plus, una de las grandes divisiones de la compañía, va a incorporar como consejero a Andoni Ortúzar, hasta hace poco presidente del PNV. El conocimiento de Ortúzar sobre el mercado audiovisual, el mundo de las plataformas, la conectividad y otras tareas que desarrolla la empresa en la que desembarcas es, probablemente, casi nulo, pero eso da igual. A Ortúzar no se le coloca por su valía o por los contactos, otra de las excusas que se usa en estos casos, a veces con cierto peso argumental, sino para compensarle por lo mucho que ha hecho para que el actual gobierno de Sánchez siga en el poder, empezando por el apoyo de los diputados peneuvistas a la moción de censura que descabalgó a Rajoy. Ortúzar siempre ha sido muy de Euskaltel, la operadora de telecomunicaciones vasca, lo que es una manera de decir que su nacionalismo siempre ha estado por encima de todo, un nacionalismo en versión chulesca en el que siempre ha tenido claro hasta qué punto él y los que considera “los suyos” tienen derecho a una posición de privilegio absoluto sobre todos los demás, a los que considera inferiores en todos los aspectos. Ortúzar siempre ha tenido a gala que el vasco, lo que él entiende como el vasco, claro está, está por encima de todo lo demás, en una visión medieval y retrógrada que puede ser blanqueada como “progresista” si se vota a favor de las medidas de los que venden el carnet de “progresista”. Visto lo que se va a embolsar ahora, es evidente el buen negocio personal que ha hecho.
Póngase usted en la piel de uno de los empleados de la empresa, pasada la cincuentena de años, con la vida a medio hacer y aún un montón de retos por delante, que recibe la comunicación de que es expulsado de la entidad a la que ha dedicado tiempo y sacrificios de todo tipo, y ve como alguien como Ortúzar es aupado (le encantaría a Andoni ese término) a la dirección de la entidad con unos costes que el empleado y gran parte de su departamento juntos jamás alcanzarían. La sensación de cabreo, de estafa, de engaño, es inevitable. Y sí, la sensación de que quienes nos gobiernan consideran que somos imbéciles, y como tales nos tratan.
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