lunes, junio 10, 2013

La lluvia que no cesa


Ver llover relaja. El ruido continuo y monótono de las gotas cayendo, de los hilillos que conforman sobre el asfalto y acera, incluso el sonido que producen los coches al pasar sobre el pavimento mojado. Los sonidos que asociamos a la lluvia son refrescantes, ayudan a concentrarse, tienen una cadencia repetitiva que sirve como pauta o guía de meditación, y que muchas personas necesitan oír de vez en cuando, que echan de menos, más incluso que el agua en sí, necesaria para la vida y el entorno. Aunque pueda ser un fastidio, la lluvia es buena.

Que no deje de llover puede ser agobiante, duro y motivo de depresión. Día tras día, noche tras noche, una película de agua que cae sobre el suelo desde un cielo gris y encapotado, que nunca deja ver el sol, hace que muchas personas caigan en la melancolía, se agobien y entristezcan. La actividad en las calles se reduce y los comercios y terrazas, que viven del trajín de los viandantes, tengan estos intenciones de compra o no, se quedan solos y con sus mesas y sillas convertidas en tristes estampas de soledad cubiertas por la lluvia. Una terraza, con su mesa goteando y sillas empapadas, es sinónimo de tristeza, de plan frustrado, de oportunidad perdida, de momento de ocio que, por causa del azar y el clima, se ha pospuesto. El goteo de las sillas se asemeja a las lágrimas del dueño del establecimiento, que ve como su oportunidad de hacer caja se ha frustrado por, otra vez, la lluvia que no deja de caer. Las aceras, llenas de charcos, reflejan el vacío de unas calles que, de lucir el sol, estarían repletas de gente, haciendo sus compras, paseando, viendo escaparates, ejercitándose, yendo de un lugar a otro sin destino fijo… quién sabe, pero en todo caso dotando a la calle de vida, bullicio, animación y colorido. Las calles tristes y lluviosas recuerdan al otoño o al invierno, que asociamos a farolas encendidas, paraguas en mano y un cierto aire de melancolía, con el tapizado de hojas que cubren el suelo y las prendas de abrigo que van ganando posiciones sobre nuestro cuerpo. A medida que avanza el año el sol gana un espacio en el cielo cada vez mayor, y las temperaturas suben, el ánimo crece, la luz avanza y el calor aumenta. La imagen del verano va calando poco a poco en nuestras mentes, y cada uno tiene su escena favorita, con forma de playa de olas bravas, o de monte verdoso, o de camino eterno siempre postergado por el trabajo, o de la charla con los amigos, o de estancias junto al borde de la piscina viendo a las guapas vecinas que enseñan parte de su cuerpo y nos enamoran con sus miradas discretas… Cuando se mira el calendario y llega el verano el cuerpo se prepara y la mente cambia, se relaja y deja llevar, a veces en exceso, en busca del ocio perdido y soñado, del vendido y falseado, del deseado, del mítico, y siempre nuestra mente lo asocia todo a un sol que domina la escena, a una luz que lo baña todo y a un calor que nos induce al refresco, a quitarnos la ropa y a experimentar el placer del cuerpo y del aire libre. Cuando llegan las tormentas veraniegas el sueño se detiene por un instante, se crea un paréntesis de carreras, prisas y huida al refugio para que el agua traicionera no nos pille de sorpresa, pero con la idea de que el chubasco pasará, que las nubes son algo accesorio, necesario sí, pero que sólo van  a estar el tiempo necesario para remojar el ambiente, limpiar el aire y otorgarnos, nuevamente, unas horas de sol antes del anochecer que indique que otro día de verano ha terminado. La tormenta se porta como ese niño caprichoso, que tanto nos hace reír pero que, en un momento dado, rompe a llorar porque se ha caído, o ha tirado algo y se ha roto, y los lloros rompen la monotonía del silencio, la tranquilidad de la tarde. Y como la tormenta, con la misma presteza con la que llegaron, se van.

No ha dejado de llover ni un solo minuto en todo el fin de semana en el que he estado en Elorrio, mi pueblo. Llegué el viernes por la tarde, que era noche oscura, con las últimas gotas de una tormenta que golpeó con violencia Bilbao y alrededores, al levantarme el sábado llovía, igual que cuando me acosté y me levanté el Domingo, y no cesó hasta que el autobús que me traía de vuelta a Madrid llegó a las inmediaciones de Miranda de Ebro. Y en el camino nos cruzamos con dos tormentas, a la altura de Aranda de Duero y al llegar a Madrid que sirvieron de recordatorio de las inundaciones de Pamplona y de aviso, sobre un verano ansiado como pocos que no se acaba de asentar.

No hay comentarios: