jueves, febrero 18, 2021

Francisco Luzón, héroe

De origen humilde, sin nada de experiencia y contactos en el negocio, Francisco Luzón hizo una carrera inmensa en el mundo de la banca, que lo llevó a ser presidente de Argentaria, la corporación de banca pública que reunía las entidades financieras que eran propiedad del estado y, con posterioridad, a ser el ejecutivo de cabecera de Emilio Botín en el Santander, lo que en España equivale a la cúspide del negocio. Su ascenso fue constante y cuando dejó el negocio lo hizo con desavenencias con Don Emilio, que era un señor de carácter complejo, pero con el reconocimiento unánime de compañeros y rivales. Una trayectoria de éxito inapelable.

Luzón se hizo realmente grande después, cuando tuvo la desgracia de ser diagnosticado de ELA, una enfermedad cruel ante la que la ciencia apenas tiene respuestas y que supone una condena a muerte inapelable, a plazo fijo, como diría un financiero. Los enfermos de ELA empiezan a padecer problemas físicos derivados de su enfermedad, que va convirtiendo sus músculos, los que les permiten moverse, hablar, hacer cosas, en masas fofas carentes de voluntad y respuesta. El proceso avanza sin descanso y convierte al paciente en un impedido que se adentra en la invalidez absoluta y camina sin cesar a un final inaplazable. Stephen Hawking fue el paciente más famoso del mundo de esta enfermedad y un caso insólito de longevidad en ella, dado que son pocos años los que transcurren desde el diagnóstico hasta el final. Luzón, acostumbrado a enfrentarse a una selva de números, ambiciones y responsabilidad, se encontró de pronto, al poco de su retiro, con algo que jamás hubiera podido imaginar. No se lo que usted o yo haríamos ante un diagnóstico semejante, no quiero ni imaginarlo. Él, supongo, sufriría un impacto enorme, inevitable ante certezas como las que le he descrito, pero no se derrumbó. Evidentemente contaba con una fortuna fruto de sus años ejecutivos, y sabía que todo ese dinero no le iba a salvar la vida de ninguna manera, pero decidió hacer algo poco habitual. Ni se derrumbó ni recluyó, sino que sacó fuerzas de no se muy bien dónde para crear una fundación dedicada a la investigación de su enfermedad y, muy importante, para hablar de ella, para hacerla presente, para que los que la padecen y sus familias no tengan la inevitable sensación de estar solos en el mar, en medio de una tormenta sin fin. Luzón empezó a aparecer en los medios, ya con un aspecto desmejorado, nada que ver con el de unos pocos años antes, y hablaba ante cámaras y entrevistadores de su enfermedad como el reto de su vida, como la cierta condena que le había caído pero que no iba a impedir que el tiempo que le quedase lo dedicara no tanto a luchar contra ella, que no hay mucho que hacer, sino a dar relevancia al padecimiento suyo y el de otros para que la sociedad no les olvide. Y muy importante, sumar sus fondos y los que pudieran recaudar para que la investigación pudiera contar con ellos para avanzar en tratamientos y curas. No tardó mucho en perder la voz y empezar a convertirse en una réplica del Hawking que se nos antoja familiar, impedido y necesitado de un sistema de software para comunicarse, pero siguió dando entrevistas a los medios y se convirtió en un referente de lo que padecen este mal. Su figura iba creciendo en talla a medida que menguaba en porte, y era inevitable leer sus entrevistas y testimonios, en los que mostraba una entereza que, a veces, me parecía fruto de la irracionalidad, o de los que tienen fe ciega, que acaba siendo lo mismo. Hablaba de la muerte, cada vez más cercana con la serenidad de quien la mira cara a cara y se enfrenta a ella con la satisfacción de haber hecho lo debido antes de decir adiós. Su fortaleza crecía a cada paso que su cuerpo colapsaba. Era inevitable que el final llegase, lo sabía, y supongo que, con las cámaras apagadas, en privado, sufriría crisis de ansiedad y de tristeza, pero nunca lo exteriorizó, ni lamentó su destino o suerte. Siempre se consideró extremadamente afortunado por la vida que llevó y pudo desarrollar.

Ayer, en medio de las miserias del día a día de nuestro país, su vida se apagó, a los 73 años, poco más de seis después del diagnóstico, una esperanza de vida normal en este tipo de procesos. Luzón ya no está hoy aquí para contemplar el despejado amanecer de este día de febrero, pero lo que ha hecho estos años ha clareado el aire que respiramos más que muchos días de fuerte brisa. Ha sido un ejemplo para muchos, roca a la que asirse para otros y, sin duda, para los que tienen en la ELA el centro de sus vidas, una de las personas que más ha hecho para que el resto sepamos por lo que pasan y podamos ayudar. Un hombre bueno que, en su final, se ha hecho más inmenso que todos los grandes edificios de oficinas por los que pasó y comandó. Qué honor haber podido conocer su ejemplo.

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