viernes, agosto 23, 2024

Me supera lo del deporte

A lo largo de este verano se han ido sucediendo una serie de grandes eventos deportivos que han tenido a medio planeta consumiendo televisión como si fuera aire respirable. En junio tuvo lugar una competición europea de eso de pegar patadas a un balón, que duró casi todo el mes, al poco de acabarse empezó el Tour, que este año no acabó en París porque en esa ciudad, una semana después, comenzaban los juegos olímpicos. Al terminar, muchos tenían mono de deporte, y resulta que en pocos días empezaban la vuelta ciclista a España y la competición nacional de pegadores de patadas al balón. Un no parar.

De todo esto que he mencionado he visto un poco el Tour, que me llama ya más por los paisajes con los que la realización francesa promociona a su país, y un poco de las olimpiadas, tres o cuatro horas en total. Nada de todo lo demás, y en general, no me ha causado impacto alguno lo que en esos eventos se ha desarrollado. Más allá de mi profundo rechazo al fútbol y todo lo que tiene que ver con él, en general cada vez contemplo más los deportes televisados como una rareza que se me hace ajena, como algo que casi todo el mundo contempla con pasión y le supone entretenimiento, y que a mi me aburre, no me dice nada y me supone un tiempo perdido. Alguna reflexión sí se puede sacar de las derrotas de algunos de los deportistas en la olimpiada, y cómo se lo han tomado, pero, en general, no me siento identificado para nada con nadie de los que sale ahí para competir. Olimpiadas, mundiales y demás suscitan la pasión de los habitantes de los países, que virtualmente se enfrentan unos a otros en un acto, afortunadamente incruento, en el que el honor, el orgullo, la patria y todo eso se exhibe con la grandeza de las mejores ocasiones. Se clasifica a las naciones por el número de medallas que consiguen, países vencedores van pasando rondas mientras que países derrotados se vuelven a casa con el dolor de lo no logrado. Los vencedores son acogidos en sus naciones de origen como héroes, con multitudinarios recibimientos en los que miles de personas se reúnen para festejar lo logrado, y los medios de comunicación reiteran, una y mil veces, las imágenes del momento en el que se logra la gesta deportiva. Todo el mundo exultante. Y yo, más frío que Groenlandia, contemplo todo esto y se me hace ajeno. No logro emocionarme con la victoria de un compatriota en una carrera de remo que apenas sabía que existía, menos aún si uno del pueblo de al lado mete un gol y desata unas turbas celebrativas, de las que hay que huir lo más lejos posible. El deporte se ha entronizado como una religión absoluta, omnipresente y consentida, y los que en él logran premios se enmarcan en la categoría de los dioses, contando con el reconocimiento y adoración sin límites de masas de personas que los encumbran en lo más alto. Permítame definirme como un ateo de esta religión moderna de los sudores y las victorias. No encuentro muchos valores en lo que se nos bombardea a diario en un mundo dominado por la competitividad extrema, el dopaje camuflado y el desprecio hacia el rival. Que un equipo logre un trofeo no tiene mucho de meritorio, dado que “trabaja” día tras día para lograrlo, y si no es un año otro será en el que lo consiga. La aplastante presencia del deporte en los medios hace a veces imposible huir de la catarata de “noticias” que generan, y este verano requería auténticos esfuerzos saber qué pasaba fura del mundo del deporte, copado como estaba todo por retransmisiones sin fin que se iban sucediendo una tras otra en una especie de continuidad que tenía encantados a sus fieles, y más que harto a quien esto suscribe. A todas horas había deportes por todas partes, y apenas tres días de descanso en las competiciones supusieron que muchos aficionados entrasen en una especie de síndrome de dependencia televisivo, asombrados de que en la pantalla no saliera, pongamos, un partido de vóley playa.

Me reconozco en franca minoría en este tema, se que mi posición es poco comprendida, menos respaldada y aún menos apoyada. Las audiencias que registran los deportes son enormes y el negocio montado en torno a ellos no deja de crecer, lo que les hace entrar en una especie de bucle retroalimentado de inversiones, espectáculo y audiencias aún más crecientes. Será que los tiempos son así, pero no logro entender qué atrae a la gente de una competición entre pegadores de patadas a un balón, de señores que se lanzan una pelota con una raqueta, de carreras en una pista (en esto, al menos, hay un sentido de justicia, el más rápido gana y punto). Seguiré en mi posición minoritaria, espero que no tan asediado como es este verano plasta.

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