Se
miren por dónde se miren, las
caóticas, confusas, imprecisas y medio inaccesibles cifras de la pandemia que se
publican oficialmente en nuestro país miden la dimensión de un fracaso que
no deja de agigantarse a cada día que pasa. Coja usted positivos, mire
fallecidos, compare UCIs, etc. Se dejará media vida en lograr encontrar datos
que le permitan hacer todo eso, lo que ya es un fracaso en sí por parte de las
autoridades que deben proporcionar esa información, pero una vez que se haya
desesperado lo suficiente y haya logrado avanzar en la selva de números, su
rostro se entristecerá ante un balance que es tan desolador como incomparable,
porque muy pocas naciones alcanzan la dimensión de nuestra tragedia.
En
la primera ola de la infección, que se terminó con el levantamiento del estado
de alarma el 21 de junio, registramos un volumen de infectados y muertos que
nos colocó en el tercer lugar del mundo en lo que hace a fallecidos per capita,
sólo superados por otras dos naciones europeas, Bélgica y Reino Unido. En esta
segunda ola que vivimos Perú nos ha adelantado a todos en fallecidos por
habitante, pero las tasas de infección que se dan estos días en España no
tienen parangón posible. Y mucha infección, pese a que ahora se detecte más y
la media de edad de los infectados sea baja, se traducirá en futuros ingresos
hospitalarios, en más futuras UCIs y en nuevas muertes en un estadio más
avanzado, que se sumarán a las demasiadas que ya tenemos. Contemplamos estas
cifras y no sacamos conclusión alguna, las vemos y nada hacemos. Sólo buscar
culpables entre todos los que nos rodean para evitar ver la culpa propia. En la
primera ola contemplamos el fracaso total de un gobierno central completamente
superado y el egoísmo exacerbado, cainita, de diecisiete comunidades autónomas
que trataban de quitarse de encima la responsabilidad de lo que sucedía y
evitar, a toda costa, cargar con enfermos de otras regiones que no fueran la
suya, independientemente de que sus capacidades sanitarias lo permitieran o no.
La caída del estado de alarma supuso el paso de la responsabilidad completa de
la situación a esos gobiernos regionales, egoístas en extremo, que esperaban
lucirse en la gestión posterior de la crisis, adoptando el papel de buenos
frente a un inoperante gobierno central que se había comido el marrón de la
primera ola. Hoy, cuando se acaba agosto, tenemos un registro medio de cerca de
10.000 infectados al día bastante repartidos por todo el país, con algunas
regiones como Cataluña, País Vaco o Madrid, a la cabeza de los datos, y con la
constancia del fracaso de la gestión por parte de nuestros reinos de taifas,
que no han hecho absolutamente nada de lo pactado para poder aumentar ni las
capacidades sanitarias ni las relacionadas con el rastreo de los contactos ni
con el refuerzo educativo ni con nada de nada. Tras una fase de negación del
problema, que sigue en parte en muchas de las administraciones implicadas, los
gestores regionales admiten, aunque no lo digan, que son incapaces de afrontar
el problema, y han decidido que lo que les importa no es la salud o la prosperidad
de los ciudadanos sobre los que toman decisiones, no, sino su propia
supervivencia política. Buscan a toda costa encontrar a alguien a quien
adjudicarle la culpa de lo que sucede, que no sean ellos mismos, desde luego, y
día tras día fabrican excusas, comparativas con otras regiones, frases huecas,
despropósitos varios y excusas baratas que sirvan para eludir el dato del día y
luego ya se verá. Ansiosas por conseguir el poder de gestión, demuestran cada día
su incapacidad para ejercerlo y, frente a ellas, el fracasado gobierno central,
que en lo último que piensa es en la salud y prosperidad de los ciudadanos,
sino en su propia supervivencia, ha decidido retirarse del foco, no hacer nada,
eludir toda su responsabilidad. Sentarse y disfrutar mientras los gobiernos
regionales se abrasan. Pura política basura desde todas las administraciones.
Entre
otras muchas cosas, esta maldita enfermedad muestra hasta qué punto es un
absoluto fracaso la estructura política y administrativa de la que nos hemos
dotado, donde sólo existe el derecho a la petición de competencias y el troceo
del poder, donde todo es figurar, y nada es gestionar, asumir
responsabilidades, admitir errores y trabajar. Todo a la mayor gloria de las
siglas, de todo tipo, que se reparten cuotas de poder en distintas
administraciones donde, al parecer, lo único que las une es su afán por
perpetuarse y cobrar del presupuesto público. Difícil imaginar una peor gestión
por parte de unas autoridades de un problema de semejante dimensión y gravedad.
Fracaso es lo que define todo esto, total y absoluto fracaso.