lunes, septiembre 24, 2012

O totalmente conectados, o nada


Parece un hecho fruto del más divertido de los destinos, pero justo la semana en la que me cojo vacaciones se ha sucedido una catarata de noticias tan relevantes que, por su dimensión, merecerían cada una de ellas muchos comentarios. La dimisión de Esperanza Aguirre, la entrevista a Rubalcaba en TVE, la muerte de Santiago Carrillo o el órdago independentista de Artur Mas dan para varias entradas, pero me temo que, pasados ya unos días, mucho habrán leído ustedes sobre todo ello y poco puedo aportarles. Es el problema de no disponer de Internet en vacaciones.

Pensaba en esto ayer viniendo en autobús hacia Madrid, y el agobio que, hasta cierto punto, supone la incomunicación forzada, o la renuncia a unos medios que, pese a su reciente incorporación a nuestras vidas, ya consideramos tan naturales que no nos imaginamos que puedan fallar o no existir, y cosas por el estilo, pero a medida que avanzaban los kilómetros del viaje mi reflexión fue virando hacia el lado opuesto, no tanto por el libro que estaba leyendo, interesante, sino por mi compañera de asiento, una joven morena bastante guapa, todo hay que decirlo, que ya desde el momento en el que se sentó junto a mi y dijo una especie de ooo a modo de “hola” sacó de su bolso la blackberry y se conectó al whatsapp y empezó a teclear. Estando el autobús aún aparcado en Bilbao su novio, que estaba a pocos metros del cristal, también saco su móvil y empezó a escribir como un poseso, y se que eran pareja porque muy de vez en cuando se miraban de esa manera que sólo las parejas saben hacerlo, pero eran miradas fugaces, porque los ojos estaban fijados intensamente en el teclado, los dos pares de ojos. Sólo cuando el autobús empezó a deambular por el tortuoso camino de salida de Garellano, la estación de autobuses, ella levantó la vista del miniteclado y buscó furtivamente a su pareja, que estaba en una esquina para despedirla. Apenas dos o tres segundos de miradas intensas y de vuelta al teclado. Saliendo de Bilbao la chica escribía de manera compulsiva, sin parar, y yo empecé a darme cuenta de que no me iba a molestar mucho en el viaje, pero que tampoco aportaría nada. A medida que pasaban los kilómetros su voracidad de teclado disminuyó algo, e incluso trataba de echar una cabezadita de vez en cuando, pero el terminal, asido por las dos manos como si fuera su posesión más preciada (de hecho lo era) vibraba a los pocos minutos de que hubiera cerrado los ojos, y vuelta a teclear un montón de mensajes que, me pareció aunque no puedo asegurarlo, ya tenían no un único destinatario sino varios. Llegados a la parada intermedia del camino la chica se bajó, con su bolso colgando del hombro y la blackberry asida firmemente por ambas manos. Perdí un poco el tiempo en el área de descanso, como siempre, y cuando volví a subir al autobús, cinco minutos antes de la hora anunciada por el conductor, ya estaba mi compañera de asiento sentada en su lugar tecleando nuevamente. Le indiqué para que me dejara pasar, dado que yo tenía ventanilla, y ella, rauda y amable, pero sin dejar de escribir, se levantó y me cedió el paso. Dada mi innata torpeza personal yo hubiera sido incapaz de levantarme y escribir a la vez, pero ella demostró estar muy entrenada en hacer lo_que_sea y escribir, cosa hasta cierto punto admirable.

El resto del viaje fue similar. Acabé el libro que empecé al salir de Bilbao y el sol y las nubes de lluvia ofrecieron un atardecer precioso desde la ventanilla del autobús, pero ajena a los chubascos, resoles y arcos iris que de vez en cuando se veían a nuestro alrededor, mi vecina de asiento siguió escribiendo sin parar. Seguro que agradeció que a 60 kilómetros de Madrid nos pillase un atasco que nos hizo llegar tres cuartos de hora más tarde de lo previsto, por lo que podía escribir sentada aún más tiempo. Y seguro que así estuvo varias horas antes de irse a la cama, tecleando conectada sin parar. Qué contraste.

No hay comentarios: