Esta noche, en su programación de cine clásico, La 2 emite “Desde Rusia con amor” una de las películas míticas de la saga 007 en la que Sean Connery encarna como nadie a ese agente británico en el contexto de la guerra fría que dominó la segunda mitad del pasado siglo XX. Era una época peligrosa, a la que hemos sobrevivido, pero que estuvo a punto de llevárselo todo por delante. Bastaba un malentendido o un accidente para que se desatase la guerra total entre dos potencias, y todo ello con el misterio respecto a lo que sucedía en la extinta URSS, de donde llegaban más rumores que certezas, y todo eran sombras. Finalmente, aquel imperio se derrumbó, pero seguimos desconociendo lo que pasa en el día a día ruso.
La visita de la semana pasada de Borrell, alto representante de la diplomacia europea a Moscú era un viaje arriesgado, el primero desde hace ya algunos años, en el que Europa trataba de marcar territorio en un lugar hostil para nuestros intereses. Como potencia herbívora, que se ha llamado, la UE vive en un mundo de normas, leyes, reglamentos, diplomacia, de relaciones internacionales basadas en la confrontación de poder, sí, pero que se dirimen por la negociación y el acuerdo. Con un PIB enorme y un músculo militar casi inexistente, la UE ve el mundo desde la preminencia de las relaciones económicas y sus intereses. Rusia es otra cosa. Heredera de la antigua URSS, de su presunto prestigio entre una decadente, pero no tan escasa capa de intelectuales, dueña de un ejército gigantesco y de un arsenal nuclear capaz de eliminar varias veces todo lo que se asoma por la superficie de la Tierra, su visión global difiere completamente de la nuestra. Su PIB es como el de España, siendo un país tres veces más poblado y el más extenso del planeta. Es, por tanto, pobre, su estructura económica se asemeja más a una nación en vías de desarrollo, con exportaciones basadas prácticamente en los sectores energéticos y mineros, vende materias primas e importa tecnología. El sector militar es de los pocos en los que sigue siendo una potencia mundial, y eso entre otras cosas porque es una potencia carnívora, que no duda en pegar dentelladas cuando le conviene y en usar la fuerza si es debido. Su nivel económico es infame, pero utiliza recursos asimétricos, como se les denomina ahora, para incordiar, molestar, generar rencillas en aquellos países a los que se enfrenta, intentando debilitarlos. Es un actor tramposo y peligroso, con el que la UE comparte una zona de frontera en el este en el que no hay obstáculo montañoso, una enorme pradera continua que se extiende desde Alemania hasta los Urales en la que hay naciones que fueron soviéticas y zonas rusófonas antes de llegar al territorio propiamente comandado por Moscú. Es un vecino complicado y con el que llevarse bien es difícil. Gran parte del este y centro de la UE depende del gas ruso para no morir congelado en los duros inviernos de esa zona (piense en varias “Filomenas” sin calefacción) y eso hace que las relaciones entre ambas potencias estén siempre sometidas a una disputa en la que la necesidad y la prevalencia se hayan en constante enfrentamiento. La UE no deja de denunciar los abusos de poder que Putin y su régimen autoritario cometen día sí y día también contra todo aquel que osa levantar la voz en un Moscú dictatorial, y desde el Kremlin no dejan de salir constantes mensajes de autosuficiencia, golpes bajos que tratan de desestabilizar a las instituciones europeas, intentos de debilitar a los países que conforman la unión y recordatorios de que nos conviene llevarnos bien en un tono que suena a veces a creíble amenaza mafiosa. Es por ello que las relaciones con este vecino, además de tener suma importancia, resultan de una complejidad enorme y cada paso debe darse con mucha cautela y preparación.
A la vista de los resultados del encuentro de la semana pasada hay serias dudas sobre si la UE preparó como es debido la reunión, vito el palo que se ha llevado Borrell. Su homólogo ruso, Sergei Lavrov, es un perro viejo que se las sabe todas y que no ha dudado en recurrir a comparaciones absurdas e hirientes, como la del uso de los sediciosos del independentismo catalán, para contrarrestar las peticiones europeas de liberación del opositor Navalny. Y de propina, con Borrell aún en el país, expulsó a tres diplomáticos de la UE por estar acusados de apoyar las protestas democráticas. Sospecho que el viaje de vuelta de Borrell a Bruselas tuvo que ser bastante más doloroso que el de ida, lleno de ardores y remordimientos.
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