martes, febrero 09, 2021

Fiestas ilegales

Sábado pasado, noche empezada. 20:15 más o menos, una hora tempranera que, hoy en día, equivale a lo profundo de la madrugada del tiempo que denominábamos normal. Tras pasar un rato por la tarde viendo librerías y comprando ejemplares, caminaba rumbo al metro dando un largo paseo, y en esto, al acercarme a la esquina de Castelló con Alcalá, se empezaba a oír un chunda chunda que atronaba entre las calles, laterales, no muy anchas, ideales para rebotar el ruido. Llegué a esa esquina y el sonido era intenso, por lo que paré un poco mi paseo y me puse a curiosear de dónde provendría. No tarde ni un par de segundos en identificar el segundo piso de un portal como la fuente del sonido.

Un piso de esos que, ni con todo el dinero que sea capaz de imaginar que pueda ganar en mi vida podría aspirar a comprar. De tres balcones a la calle, de ventanales muy altos, de esos que van desde el suelo hasta el techo, imitando las fachadas francesas, pero con la pared de ladrillo hispánico, que pretende ser piedra pero que se queda en sueños de gloria. Luz amarillenta surgía de esos tres balcones, abiertos, desde los que la música sonaba con intensidad. La temperatura en la calle era fría, sin exageraciones, pero molesta, con algo de viento y humedad por lo que había llovido durante el día, pero en ese piso, con las hojas de las ventanas giradas de par en par, no importaba nada de lo que sucediera en la calle. Se intuían sombras que se movían por ahí y, de vez en cuando, algunas de ellas se materializaban en personas que se asomaban a los balcones, ellos y ellas, indistinguibles, tenían como seña en común vasos de tubo en sus manos. Algunos fumaban, otros no. Era imposible desde donde estaba, y con el contraste entre la luz que salía del piso y la noche de la calle distinguir rostros, detalle, características de sus ropas o calzado. Se les intuía jóvenes, modernos supongo, no mileuristas, al menos el dueño del piso o su familia, y de un gusto musical realmente mejorable, dado lo que no dejaba de sonar. Por lo poco que vi me pareció que, como suele ser habitual, había más chicos que chicas, pero al menos dos de melena larga sí estaban en un momento dado asomados a la balconada. No pasaba mucha gente por la calle, en esa nueva madrugada, y los pocos que lo hacían se quedaban como yo, echando un vistazo rápido al piso del que salía luz y ruido. Al menos no era reguetón lo que destruía la tranquilidad de la calle, pero era una fuente de inquietud. No se lo que pasaría dentro del piso, imposible saberlo, durante un momento recordé algunas escenas mías en fiestas de pisos, en las que se repetían los momentos felices con otros en los que el recuerdo de chicas interesantes, tan cercanas en ese momento, se mostraban distantes y lejanas como nunca. Cuando bajo el mismo techo veías que no había opciones era cuando realmente te dabas cuenta de que ese intento, otro más había fracasado. En esas fiestas lo que pasaba fuera del piso no existía, el mundo de la calle era un decorado impuesto que jugaba el papel de tramoya, de escenario de la obra, que como los de un teatro puede ser intercambiado al momento por otro, descorriéndolo y dejándolo oculto si hace falta. Nada de lo que pasa fuera importa a los que, en ese momento, están de fiesta, hablando, intentando ligar, tomando algo, compartiendo cosas, miradas y momentos. Lo que digan en la calle que se abre bajo sus ventanas da igual, lo que murmuren los vecinos sobre el ruido y las molestias es apenas ruido de fondo, nada existe cuando la juerga joven se desmelena y se hace con las riendas de lo que, hasta hace no mucho, eran paredes, suelos, techos, habitaciones, lugares de vivienda, morada residencial, espacio de trabajo.

Apenas estuve un par de minutos frente a esos balcones, pensando si alguno de los vecinos u otro de los paseantes denunciaría la fiesta a la policía en tiempos de pandemia y restricciones. Yo no lo hice, y seguramente debía, pero no lo hice. Seguí mi camino y llegué a la boca de metro que me esperaba apenas una manzana más adelante que el cruce de la fiesta, con la sensación de que nada de lo que se informe y trate de concienciar a la sociedad sobre la mierda que es el coronavirus y los riesgos que tiene servirá cuando la despreocupada juventud está al mando. Y también, no se lo niego, me picó un poco de envidia, no se si sana o no, sobre cómo se lo estaban montando, cómo eludían la oscuridad de estos tiempos en sobredosis de hedonismo. Eso sí, la música era horrenda. Incluso antes del virus merecerían denuncia por escucharla.

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