Las últimas cifras nacionales de la pandemia, después de que se haya convertido en norma la anormalidad de no tenerlas en fin de semana, muestran que el descenso de casos y de presión hospitalaria se mantiene, habiendo dejado atrás lo peor de la tercera ola, y que el pico de fallecidos diarios está más o menos en estos días o en justo los pasados. Aún así las incidencias de casos siguen siendo muy elevadas y la media nacional está por encima de, cifra que nos puede parecer reducida frente al doble que llegamos a registrar hace unas semanas, pero que es enorme, y se asocia a un número de muertes y de carga sanitaria inasumible.
Pese a ello, basta que los casos bajen durante un par de días o tres para que los gobiernos autonómicos se lancen a relajar las medidas de protección con un ansia impropia, carente siempre a la hora de tomar medidas cuando los casos suben. El gobierno central sigue sin hacer nada de nada, como quien oyera llover desde su casa, pero las distintas autonomías, que están en estados diferenciados de la epidemia, parecen haber acordado que sea costoso el levantar restricciones pero muy sencillo el relajarlas, como si esas medidas de contención sanitaria no fueran sino molestias, cuando en no pocas ocasiones resultan ser la tabla de salvación, literal, de muchas personas. Es asombroso comprobar como en otras naciones de nuestro entorno europeo la intensidad de las restricciones es mucho mayor, y ni les cuento su éxito respecto a las cifras de fallecidos. Tras una tercera ola que ha sido muy dura, Alemania ha perdido parte de la “ventaja” si se me permite usar esa palabra que llevaba, pero su cifra de fallecidos por millón de habitantes, muy alta, sigue siendo la mitad que la nuestra. La mitad de muertos, la mitad de desgracias, la mitad de dolor. Dirán algunos que eso no mide realmente el daño, que da lo mismo, pero, piénselo fríamente, en qué país, con esos datos, preferiría que viviese usted o un longevo familiar suyo, y guárdese la respuesta en su interior. Los casos de las naciones del sureste asiático o de Nueva Zelanda, que ha confinado Auckland tras un brote de unos pocos positivos, son vistos desde aquí como una extravagancia, una especie de comportamiento paranoide, como algo que no logramos entender, o ese es el mensaje que trasladan nuestras (no) autoridades, que hacen todo lo posible por desentenderse de la tragedia y tratar de volver a mezquinos asuntos que les puedan servir para medrar en sus intereses, rentas y acólitos. Y la verdad es que es nuestro comportamiento el que llama la atención en el mundo, nuestras cifras son las que escandalizan a muchos, siendo como somos de los países más afectados por esta desgracia, y observando, desde fuera, nuestra absoluta incapacidad de gestión de esta crisis y el nulo deseo de adelantarnos a ella. En ningún momento nuestras autoridades, ninguna, ha sido proactiva, ha tratado de adelantarse al virus y buscado una manera de prepararse, con medidas y medios, para hacer frente a una ola que le pudiera llegar. Las CCAA que fueron más duramente golpeadas por la primera ola no aprendieron nada, y la segunda y tercera les impactó, y las que se libraron de las primeras miraban por encima del hombro a sus vecinas para luego, llorar como todas cuando la tercera les igualó en desgracias. Con vistas a playas mediterráneas, a serranías interiores, bajo paisajes lluviosos o soleados, en entornos urbanos o rurales, hemos asistido durante estos meses a las mismas escenas de desgracia, necedad gubernativa, improvisación, desidia y fracaso. Y en todas partes, como única obsesión, el ir al bar, el tomar algo, el salir a por unas copas, por encima de lo sanitario. El deseo del hedonismo, necesario o egoísta, lo que sea, por encima de cualquier otra cosa. Con dos días de bajada de casos el único sueño es abrir los bares y terrazas, sólo ese, nada más que ese. La única obsesión del país es irse de cañas.
Muchos me dirán que soy un amargado, un cenizo, un cascarrabias pero, sinceramente, no lo entiendo. Se puede comprender el dominio del ocio sobre todas las cosas cuando vivíamos en el mundo anterior, en donde lo que eran grandes problemas se convierten en trivialidades vistas desde nuestro hoy, pero el infantilismo que muestra la sociedad, y la desidia de quienes cobrando nos dicen regir, frente a lo que nos estamos enfrentando es deprimente, es algo que se me escapa. Hay millones de personas que actúan de manera responsable y que saben que están solos, abandonados por los poderes públicos, y que su salud y la de los suyos está en sus manos, pero hay tantos que sólo sueñan con el ocio que, en serio, me dejan asombrado. Cada vez entiendo menos el mundo en el que vivo.
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