La historia reciente de Birmania, país hoy conocido como Myanmar, es la de un ejército y su gestión del poder. Desde hace más de medio siglo las tropas de ese país han controlado, directamente, o como poder fáctico, el rumbo del país, con una dictadura militar estricta de cerca de medio siglo y una última década en la que la democracia parecía abrirse camino en medio de la espesa jungla de espadones, bueno, más bien de fusiles. La comunidad internacional ha respaldado con ganas las fuerzas prodemocráticas de ese país y ha depositado grandes esperanzas en sus líderes. Hace unos años parecía que las cosas iban a ir razonablemente bien y que el país se encaminaba hacia una nueva época de libertad.
Lo cierto es que, para los amantes de la democracia y, si me apuran, la verdad, Myanmar es sinónimo de amarga, profunda decepción. Como la ley de Murphy reza, lo que podía salir mal ha salido mal, y la frustración global hacia esa nación la encarna una mujer de nombre complejo, aspecto frágil e historia retorcida, Aung San Suu Kyi. Durante la última dictadura militar Aung encabezó los movimientos prodemocracia y se hizo una imagen internacional de luchadora por la libertad. Su figura, de aspecto físicamente endeble, contrataba con la de los militares que regían el país, y todo eran elogios hacia su movimiento, en el que la no violencia era una de las bases fundamentales. La religión mayoritaria del país es el budismo, y eso encandiló aún más a las mentes occidentales. Aung recibió el Premio Nobel de la Paz en 1991 y eso la elevó al olimpo de las figuras respetables globales, y le otorgó una protección internacional para darle margen en su país. Con los años el régimen militar aceptó un proceso de transición tutelada y se celebraron elecciones en el país, con una nueva constitución en la que, para que se hagan una idea, otorgaba a los militares la cuarta parte de los escaños en el parlamento. El movimiento de Aung se hizo con el poder, pero sin que ella lo encabezase como tal, de forma que se convirtió en una figura con gran poder moral y referencia en el país sin ocupar cargo. Myanmar entraba en una senda de normalización y, para la comunidad internacional, empezaba a ser un problema en vías de solución. Pero ahí está Murphy y su ley, siempre expectantes. Les he comentado antes que la religión mayoritaria del país es la budista, pero hay minorías, y una de ellas es la musulmana, que domina en una de las etnias que viven en aquel país, los Rohinyá. Poco después del restablecimiento de la democracia el gobierno de Rangún enfiló a los Rohinyá y empezó a acusarles de ser una de las fuentes de desestabilización del país. Los mensajes de odio desde el gobierno contra esta comunidad fueron creciendo de tono, y de las palabras se pasaron a los hechos. Deportaciones, destrucción de aldeas, movimientos forzados y campos de concentración fueron términos que empezaron a aparecer en los medios de comunicación referidos a las políticas, por llamarlas de alguna manera, que el gobierno de Myanmar decretaba contra una parte de la población de su país. Acciones intolerables, con un elevado componente de violencia, que empezaron a ser denunciadas por organizaciones defensoras de los derechos humanos, que contemplaban con asombro como una especie de genocidio se estaba organizando desde el poder contra un grupo de personas. La religión, en este caso, también servía de grieta, y el pacífico budismo que se vende al exterior podía ser tan violento y miserable como cualquier otra ideología cuando es usada por el poder como arma para inflamar los corazones y sembrarlos de odio. Y todo con la pasividad absoluta de Aung, la figura prominente, que callaba sin cesar ante las acusaciones internacionales sobre lo que pasaba. Que Myanmar sea un país pobre y algo olvidado, y que los Rohinyá sean aún más pobres, y sí, musulmanes, ha contribuido a que este escándalo no haya sido uno de los mayores de los últimos años en nuestro entorno, pero el mundo anglosajón sí se ha fijado mucho en él, y sigue sin entender casi nada. Sobre todo la traición que Aung ha perpetrado a los valores democráticos que decía defender y que la encumbraron. Ese término, traición es, quizás, el que mejor define su postura.
Ahora Aung, el gobierno elegido y otros altos cargos del país están detenidos por la cúpula militar que ayer dio un nuevo golpe de estado en el país, sin que les pueda decir si había ruido de sables o rumores de intentona, porque no tengo ni idea al respecto. El posible fraude en unos pasados comicios ha sido alegado por los militares para volver por donde nunca se fueron del todo y anuncian que convocarán elecciones para dentro de un año, tiempo en el que permanecerán en el poder. No están nada claras sus intenciones futuras ni qué va a pasar con los anteriores gobernantes del país, ni sobre el papel de Aung, cuya liberación se pide desde un occidente mareado y confuso. Lo que parece seguro es que nada cambiará para los oprimidos Rohinyá.
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