Vivimos una burbuja de series criminales, un bombardeo en las plataformas de infinitas variantes sobre cómo cometer crímenes e investigarlos, con argumentos cada vez más retorcidos y, sospecho, inverosímiles y, pese a ello, la realidad nos muestra casos de abyección humana difícilmente imaginables, situaciones totalmente incomprensibles que, a buen seguro, hubieran sido rechazadas por cualquier guionista de una u otra productora, bajo la excusa de lo imposible o de lo retorcido. El caso Pelicot, cuyo juicio está llegando a su conclusión en Francia, es una de esas historias que, si no fueran reales, sería prácticamente imposible de imaginar. Tristemente, ha sucedido.
Que el violador sea tu marido, que la violada sea la esposa, es algo que se ha dado en demasiados matrimonios a lo largo del tiempo, lo que no quita ningún ápice a ese delito, pero la variante que ha creado el marido de Guiselle, cuyo nombre no recuerdo y, aunque así fuera, no escribiría, es de lo más repugnante. Usaba a su mujer como pieza de caza para aquellos que la deseasen, la drogaba e, inconsciente, era abusada por hombres sin cesar, previo acuerdo del violador y el marido. Ella no se enteraba de nada, estaba sometida de una manera absoluta, pero, a la vez, inconsciente. Su voluntad no existía. Este proceso de abuso se ha mantenido en el tiempo a lo largo de decenas y decenas de hombres crueles, cuyo único objetivo era mantener sexo con una mujer y que nunca vieron objeción alguna en lo que se les proponía. En la lista de abusadores, que sobrepasa ampliamente la media centena de sujetos, hay de todo, desde inmigrantes hasta franceses de más pura cepa que las viñas de Burdeos, personas de clase alta y media, poseedores de propiedades o asalariados comunes, una muestra de la vida real del país y de sus muchos estratos. Sólo les igualan dos cosas, ser hombres y repugnantes. Los testimonios que han ido sucediéndose durante el juicio muestran el arrepentimiento, a posteriori, de los abusadores, pero la plena coincidencia entre ellos de no ver nada extraño en lo que sucedía, en obviar por completo la vida y voluntad de la mujer abusada, que para todos ellos no era una persona, sino un objeto de carne flácido e inerte con el que hacer lo que quisieran, una especie de muñeca hiperrealista para dar rienda suelta a sus deseos. Nada había por encima de esos deseos, nada. Ni la ética, ni la moral, ni la extrañeza de la situación ni, desde luego, la conmiseración que pudieran tener ante la mujer abusada, que no era sino una agrupación de coño y tetas en un envoltorio carnal deseable. Ninguno vio delito en lo que sucedía, no hubo tentación alguna de denunciar ante la policía lo que, visto desde fuera, es una violación en toda regla, y los encuentros se sucedían uno tras otro, con el marido usando a su mujer como un mero envoltorio y, se supone, disfrutando como voyeur privilegiado de la representación que creaba en cada una de las violaciones que apalabraba. Nadie en la localidad en la que tenían lugar los hechos vio nada raro, ni se mosqueó ante un reguero de visitas a una casa en la que no tenía lugar un negocio privado anunciado en la puerta. Los periodistas que han intentado hablar con los vecinos se han encontrado con un muro de silencio, que esconde seguramente vergüenza ante lo sucedido, pero también, no lo duden, complicidad, el escondido sinsabor de ser conscientes de que algo pasaba y que no hicieron nada por evitarlo, quizás porque más de uno aspiraba a unirse al carrusel de abusadores, y una vez desarticulada la trama se han quedado con las ganas. ¿Tiene sentido lanzar una acusación semejante? Visto el éxito que tuvo la asquerosa iniciativa del marido y de la complacencia de los distintos abusadores tampoco es demasiado difícil suponer que no eran pocos los que hubieran querido sumarse a semejante festín de atrocidades. La sensación de impunidad y el secretismo abren puertas que nos conducen a abismos en los que cada uno de nosotros puede transformarse en un monstruo.
Giselle, la abusada, la que ha sufrido semejante delito, ha optado en el juicio por una postura valiente, frontal llena de mérito. No se ha escondido, no ha aparecido cubierta ni tras una mampara. No. Con la cara bien visible, ha respondido a todas las preguntas, ha estado en la sala y en ningún momento ha sentido la vergüenza que muchos hubieran creído que la iba a poseer, porque ella era muy consciente de que el autor del delito, su marido, y sus cómplices, los abusadores, eran los que debían sentirse avergonzados por lo que habían hecho. Ella es la víctima de una crueldad insoportable, que ha destruido a esa familia y que no podrá ser reparada sea cual sea la condena a la que se le someta al marido. Pero ella mantiene la mirada firme ante un tribunal asombrado y una sociedad hipócrita, que ahora la defiende y antes la traicionó.