Raro es el día en el que, tras ver el concurso de Cifras y Letras en La2, permanezco delante de canales de televisión nacionales. Apenas doy una vuelta rápida por ellos y otros que me ofrece mi proveedor de telefonía para acabar siempre o en la CNN o la BBC, tratando de ver noticias no contaminadas por la cutre actualidad nacional y, de paso, hacer algo por mi pobre inglés. A veces estoy contento porque soy capaz de entender algo y me sube la moral, pero otras tengo auténticas dificultades para discernir si eso que hablan es inglés o no, y me da la depre. Supongo que será lo habitual, o al menos, como cenutrio en esto de los idiomas, eso quiero pensar.
Ayer tuvo lugar una excepción, porque al pasar fugazmente por El Hormiguero me encontré a José Sacristán, y eso le obliga a uno a hacer una parada en el camino y quedarse quieto, callado y atento. Sacristán, 88 años, comienza una nueva gira con una obra basada en la vida de Fernando Fernán Gómez, uno de los mayores genios españoles del siglo XX, al que él conoció en detalle. Ya sólo tener delante a alguien que, a esa edad, se sube a las tablas para hacer la función diaria es motivo de respeto constante, pero es que Sacristán es una máquina de contar anécdotas de su época, de la presente, y de cualquier otra, con un estilo propio inconfundible y lleno de sorna, que imposibilita al que lo ve no sonreír. Además, cuando habla de cosas de actualidad, lo hace con el aplomo del tiempo y con una enorme razón. Ayer no se explayó mucho sobre la actualidad nacional, pero su diagnóstico de cutrez generalizada, de bajeza de nivel en todos los sentidos y lados (y su especial dolor por que la izquierda, a la que el siempre ha dicho pertenecer, sea indistinguible en esto de la derecha) es compartida por muchos, y desde luego por el que les escribe. Pero más allá de sus historias, opiniones y frases, Sacristán es un gusto en sí mismo al ser oído. Posee una voz poderosa que el tiempo ha ido llenado de matices y profundidad. Empezó su carrera con papeles muy cómicos y con voz estirada frente a las ya graves de sus maestros de profesión, pero con los años no sólo él se ha convertido también en un maestro, sino que su voz ha alcanzado el temple propio de los doctos, de los que con su mero sonido logran captar la atención de todos aquellos que los rodean. Una presencia, una calidad, un timbre, una gravedad absoluta. Realmente da igual de lo que estuviera hablando Sacristán, podía ponerse a leer un recetario cocina o una lista de los infinitos y plúmbeos considerandos que preceden a todo reglamento comunitario, que el que lo escucha queda atrapado por su sonido y no puede hacer ya otra cosa. Sacristán pertenece a una escuela de actores que, durante años, han trabajado como locos por calles, plazas, teatros, salas y espacios de todo tipo, a los que el cine les hizo famosísimos y logró que tuvieran un elevado nivel de vida, pero no dejaban de ser cómicos de teatro. En ellos, la voz, el uso de la voz, era uno de sus principales instrumentos, a veces el más poderoso con el que contaban cuando el espectador estaba lejos, al fondo del patio de butacas, y el gesto del actor no le llegaba de ninguna manera. La capacidad de esa generación para hablar bien, no sólo con buen idioma, sino con una vocalización precisa, es excepcional. Frases entonadas con precisión, acentos marcados, nada de sube y bajas ampulosos o chillones, línea de sonido estable y no sujeta a extraños vaivenes, dicción precisa, proyección perfecta… no era sólo que se les entendiera perfectamente, es que era un gustazo oírlos. En el caso de Sacristán, ayer en la tele o cualquier día sobre el escenario, su voz es una presencia con un poder magnético y una capacidad de atracción irresistible. Desde el momento en el que alguien así te dice “hola” ya te ha ganado, y sospecho que saca un par de cuerpos de ventaja al resto de compañeros en el caso de las obras de reparto múltiple. Era imposible no estar pegado a la tele mientras en ella estaba Sacristán. Fuese, y no hubo nada.
Una de las cosas que he comprobado en los últimos tiempos, comparando las noticias en los canales anglosajones y los nuestros, más allá de la caída de la calidad y el sesgo infantiloide que domina en España, es la aparición cada vez más frecuente en nuestras cadenas de locuciones estridentes, de voces que, por hablar muy alto, de manera chillona, creen dar más empaque a las noticias o que estas sean más ciertas. En el mundo anglosajón se cuidan más los tonos y los informativos llevan un volumen sonoro mucho más estrecho, sin los sustos que uno se pega aquí. En ninguno hay voces como las de Sacristán, claro. Pero no requiero la excelencia para el informativo diario, me basta la sobria imitación.
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