El fin de semana tuvimos la confirmación de una de esas
noticias que no pueden ser, que no deben ser, pero que son, y que como tales
contribuyen a amargar la existencia a todos los que las escuchan. Tras decir
que no, luego que sí y dudar durante semanas, Silvio Berlusconi confirmó que se
presentará a las próximas elecciones italianas para volver a ser primer
ministro, y precipitó los acontecimientos en el país de la bota. Sabiéndose
rechazado por los parlamentarios afines al infame cavaliere, Mario
Monti, primer ministro tecnócrata, anunció que dimitiría al aprobarse los
presupuestos.
Es imposible hacer comparaciones entre uno y otro porque son
los polos más opuestos imaginables, el anverso y el reverso de una moneda, que
comparten figura pero que nunca se ven ni tocan. Frente al zafio, deshonesto y
corrupto Berlusconi Monti es la figura del caballero andante, del serio y
aburrido profesor, del sosegado gestor de cuentas, del soso albacea de la
herencia. Si uno es farrandero, putero y vividor el otro representa el estilo
austero, cardenalicio y hasta cierto punto asexuado. La degeneración de la vida
política, civil y económica a la que llegó Italia en los últimos meses del
mandato de Silvio fue inenarrable, era una sucesión de escándalos a cada cual
más turbio y zafio, que empezaba a recordar las viejas historias de los
nepotistas emperadores romanos y sus andanzas lúbricas en los palacetes de su
propiedad. La contaminación de Silvio empezaba a afectar a la propia imagen de
una Europa que tenía que sentarse a su lado, que tenía que darle la mano y
discutir en persona, frente a frente, asuntos de una gravedad inmensa, a
sabiendas que el interlocutor estaba pensando en quién sería la próxima
“bellina” a la que pondría sus zarpas encima. Pero el movimiento que supuso la
sustitución de Silvio por Mario no dejó de ser una especie de golpe de estado
palaciego, que todos aplaudimos a rabiar por la repulsión que nos ofrecía la
figura del saliente, pero que en sus formas y fondo era algo oscuro y hasta
cierto punto peligroso. Una vez que se ha roto el tabú, ¿podría ser sustituido
un primer ministro elegido por el voto popular si se portaba mal? ¿Y qué es
portarse mal? Lo que hacía Silvio lo era, de acuerdo, pero ¿incumplir los
acuerdos de la troika y del FMI también lo es? La personalidad del mal llamado
cavaliere logró hasta enturbiar este profundo e importante debate, y es que los
que señalaban los trazos oscuros de la operación Monti eran tachados
inmediatamente de defensores de un sujeto tan infame como Silvio, a lo que
pocos argumentos eran posibles de aportar en medio del abucheo generalizado de
la claque. En su momento la jugada no me gustó nada, pero me puse la pinza en
la nariz y, por lo bajito, aplaudí la caída del corrupto, en la esperanza de
que Monti lo hiciera bien y de que en un breve periodo de tiempo unas nuevas
elecciones ratificaran, con el voto popular, el relevo en el poder. Curiosa
paradoja, porque la libertad de actuación de la que ha gozado Monto se ha debido
a que no tenía que someterse al dictado electoral y, por tanto, era inmune a
que los votos juzgasen su gestión, pudiendo así proponer lo que creyera
conveniente para salvar a Italia del caos. Desde su montaña Mario era inmune,
hasta que este fin de semana ha vuelto Silvio del averno y le ha arrojado al
llano de la contienda electoral.
Monti dimite pero, ¿acepta el reto de las elecciones? Es
decir, ¿optará a presentarse como candidato? Algunas fuentes dicen que así
será, que está en negociaciones con grupos pequeños que le sirvan de estructura
para poder presentarse, pero otros creen que no lo hará a sabiendas de que si
se embarca en la campaña prometerá cosas que no puede cumplir, y si gana el
mandato será más condicionado a la valoración del electorado. Mi opinión es que
debe presentarse, y que si yo pudiera le votaba, a sabiendas de que en el
gobierno me iba a hacer sufrir. Su cartel debilitaría a Berlusconi y, muy
probablemente, le impediría ganar, y ya sólo por eso Mario volvería a hacer un
favor a su país y, de paso, a toda Europa.
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