lunes, diciembre 17, 2012

Viendo al mal de frente, para Victoria Soto


Quizá hoy debiera hablarles de lo que pasó el jueves y viernes, los problemas informáticos de mi ordenador del trabajo que casi acaban con él y con parte de mi trabajo y pasado, peligro afortunadamente superado, o de al conferencia debate que puso final al curso de economía financiera, en al que cuatro grandes del mundo económico, Manuel Andrade, Juan Ignacio Crespo, José Carlos Díez y Juan Ramón Iturriaga no ilustraron con su experiencia y puntos de vista diversos sobre esa compleja realidad, y del posterior debate que tuvo lugar entre ellos y el público asistente al curso, que fue interesante y lleno de cuestiones para debatir y opinar.

Pero en la tarde del viernes, horario español, un chaval de 20 años de un pequeño pueblo del estado de Connecticut decidió que el infierno en la tierra era algo que él mismo podría recrear, y dedicó los últimos esfuerzos de la vida a llevar a cabo esa idea con la mayor saña y fiereza posible. Armado hasta los dientes con gran parte del arsenal que su madre tenía en casa, a al que previamente había asesinado, Adam Lanza, que así se llamaba el asesino, se encaminó hacia la escuela en la que su madre trabajaba y, sin saber aún si se trataba de un plan organizado desde hace tiempo o no, se dedicó a exterminar a todo lo que se movía con una precisión, eficacia y destreza pasmosa, dejando a su paso un balance desolador. Veinte niños muertos, de edades inferiores a los diez año en su inmensa mayoría, y seis adultos, profesores del centro principalmente. Al oír el sonido de la policía que, alertada por lo que estaba pasando en el centro acudía al mismo, Lanza ejecutó su último disparo y abandonó el mundo de los vivos tras haber contribuido a hacerlo mucho más insoportable. Los relatos, impresiones y comentarios posteriores a esta tragedia son muy similares a otras habidas en Estados Unidos, demasiadas, con las que se pueden establecer muchos tipos de comparaciones y similitudes, pero en este caso la abundancia de niños entre los muertos otorga al suceso un matiz si ustedes quieren aún más repulsivo. Viendo este fin de semana las crónicas de lo ocurrido me rememoraba a Noruega, hace dos veranos, cuando el asesino Breivik se ensañaba en la caza de adolescentes en la isla de Utoya, en la que decenas de jóvenes fallecieron víctimas de otro depredador insaciable. En aquel caso era difícil, imposible por momento, sostener la mirada en los restos de la tragedia, en los rostros de los familiares de las víctimas, en los que latía la eterna pregunta que no tiene contestación posible, el maldito por qué que no deja de dar vueltas en nuestra mente. Entonces el asesino sobrevivió, y supimos su alucinante y paranoico bagaje intelectual (no uso el término político para no degradar aún más ese concepto) pero en el caso de Connecticut los motivos son más oscuros. Lanza no tenía perfil en redes sociales de Internet, lo que quita muchos de los argumentos a los que, en su ignorancia, echan la culpa a la red de todo lo que sucede en ella y fuera de ella. Era un chico discreto y poco sociable, como otro miles de chicos, y no está nada claro cómo llegó a acumular la rabia y furia, el odio extremo necesario para realizar semejante atrocidad. Dando por sentada la necesidad de regular la posesión de armas en Estados Unidos, el problema de fondo es qué es lo que puede llevar a una persona a hacer algo así, en que punto los frenos morales saltan hechos pedazos y el monstruo que habita en nosotros nos domina en impulsa hacia el abismo, lamentablemente siempre en compañía. Esas preguntas quizás no tengan respuesta, y eso hace aún más insoportable este tipo de matanzas, tanto para quienes las vivimos de espectadores como, sobre todo, para sus sufridores.

Sin embargo, en medio de la oscuridad a veces surge un rayo de luz. Miren los bellísimos ojos azules de Victoria Soto en la imagen de este enlace, y recréense en ellos, porque allí anida la bondad. Ella era maestra en esa escuela, siempre quiso ser maestra, lo logró, y era la mujer más feliz del mundo. Al percibir la presencia del asesino escondió a sus alumnos en armarios y le dijo al monstruo que no estaban allí. El no tuvo piedad, la asesinó, y fue a por otras víctimas, pero ese acto salvó la vida de más de una decena de niños, que ahora en casa siguen sin saber qué es lo que ha pasado en su escuela, mientras sus padres no dejan de mirar al cielo sabiendo que, si existe, refleja el azul de los ojos de Victoria, la salvadora de sus hijos, la que dio su vida por ellos….

2 comentarios:

peich dijo...

Ciertoooo¡¡¡ Qué mirada tan increíblemente bondadosa y alegre.
En fin, una muestra de humanidad en su mejor acepción frente al más absoluto terror.

David Azcárate dijo...

Esos ojos son la única fuente de esperanza que he encontrado al analizar esa noticia, el único asidero al que agarrarme en medio de una tragedia tan inmensa como carente de sentido