Quizá hoy debiera hablarles de lo que pasó el jueves y
viernes, los problemas informáticos de mi ordenador del trabajo que casi acaban
con él y con parte de mi trabajo y pasado, peligro afortunadamente superado, o
de al conferencia debate que puso final al curso de economía financiera, en al
que cuatro grandes del mundo económico, Manuel Andrade, Juan Ignacio Crespo,
José Carlos Díez y Juan Ramón Iturriaga no ilustraron con su experiencia y
puntos de vista diversos sobre esa compleja realidad, y del posterior debate
que tuvo lugar entre ellos y el público asistente al curso, que fue interesante
y lleno de cuestiones para debatir y opinar.
Pero en la tarde del viernes, horario español, un chaval de
20 años de un pequeño pueblo del estado de Connecticut decidió que el infierno
en la tierra era algo que él mismo podría recrear, y dedicó los últimos
esfuerzos de la vida a llevar a cabo esa idea con la mayor saña y fiereza
posible. Armado hasta los dientes con gran parte del arsenal que su madre tenía
en casa, a al que previamente había asesinado, Adam
Lanza, que así se llamaba el asesino, se encaminó hacia la escuela en la
que su madre trabajaba y, sin saber aún si se trataba de un plan organizado
desde hace tiempo o no, se
dedicó a exterminar a todo lo que se movía con una precisión, eficacia y
destreza pasmosa, dejando a su paso un balance desolador. Veinte niños
muertos, de edades inferiores a los diez año en su inmensa mayoría, y seis
adultos, profesores del centro principalmente. Al oír el sonido de la policía
que, alertada por lo que estaba pasando en el centro acudía al mismo, Lanza
ejecutó su último disparo y abandonó el mundo de los vivos tras haber
contribuido a hacerlo mucho más insoportable. Los relatos, impresiones y comentarios
posteriores a esta tragedia son muy similares a otras habidas en Estados
Unidos, demasiadas, con las que se pueden establecer muchos tipos de
comparaciones y similitudes, pero en este caso la abundancia de niños entre los
muertos otorga al suceso un matiz si ustedes quieren aún más repulsivo. Viendo
este fin de semana las crónicas de lo ocurrido me rememoraba a Noruega, hace
dos veranos, cuando el asesino Breivik se ensañaba en la caza de adolescentes
en la isla de Utoya, en la que decenas de jóvenes fallecieron víctimas de otro
depredador insaciable. En aquel caso era difícil, imposible por momento,
sostener la mirada en los restos de la tragedia, en los rostros de los
familiares de las víctimas, en los que latía la eterna pregunta que no tiene contestación
posible, el maldito por qué que no deja de dar vueltas en nuestra mente.
Entonces el asesino sobrevivió, y supimos su alucinante y paranoico bagaje
intelectual (no uso el término político para no degradar aún más ese concepto)
pero en el caso de Connecticut los motivos son más oscuros. Lanza no tenía
perfil en redes sociales de Internet, lo que quita muchos de los argumentos a
los que, en su ignorancia, echan la culpa a la red de todo lo que sucede en
ella y fuera de ella. Era un chico discreto y poco sociable, como otro miles de
chicos, y no está nada claro cómo llegó a acumular la rabia y furia, el odio
extremo necesario para realizar semejante atrocidad. Dando por sentada la
necesidad de regular la posesión de armas en Estados Unidos, el problema de
fondo es qué es lo que puede llevar a una persona a hacer algo así, en que
punto los frenos morales saltan hechos pedazos y el monstruo que habita en
nosotros nos domina en impulsa hacia el abismo, lamentablemente siempre en
compañía. Esas preguntas quizás no tengan respuesta, y eso hace aún más
insoportable este tipo de matanzas, tanto para quienes las vivimos de
espectadores como, sobre todo, para sus sufridores.
2 comentarios:
Ciertoooo¡¡¡ Qué mirada tan increíblemente bondadosa y alegre.
En fin, una muestra de humanidad en su mejor acepción frente al más absoluto terror.
Esos ojos son la única fuente de esperanza que he encontrado al analizar esa noticia, el único asidero al que agarrarme en medio de una tragedia tan inmensa como carente de sentido
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