Algo antes de las doce de la noche de ayer 30, en lo que era la madrugada afgana del 31, partía de Kabul el último de los vuelos militares organizados por EEUU para evacuar su personal de la capital afgana. Concluían de esta manera, humillante, casi veinte años de guerra intermitente y presencia continuada de las tropas norteamericanas, y con ellas las del conjunto de socios de la OTAN, en esa nación asiática. Ha sido la guerra más larga de todas aquellas en las que ha combatido el país imperio, no la más cruenta, y está por ver si la más inútil de todas. En su forma de concluir, las comparaciones con el Saigón vietnamita son inevitables, pero está por ver que Afganistán sea, dentro de unas décadas, el país próspero y atrayente que ahora es Vietnam.
Dos imágenes, crueles, y con un estremecedor parecido estético, enmarcan estas dos décadas de intervención. En la primer se ve a personas cayendo de lo alto de las torres gemelas del WTC tras los ataques del 11S. Ciudadanos que horas, minutos antes, desarrollaban su trabajo de oficinista en uno de los edificios más altos y famosos del mundo, y que en ese instante contemplaban acercarse a la muerte, en forma de suelo, a creciente e insoportable velocidad. Nunca sabremos lo que esas personas vivieron, nunca podrán contar su experiencia. Casi veinte años después, algunas personas caen, nuevamente, esta vez de los trenes de aterrizaje y partes del fuselaje de los aviones americanos a los que se han agarrado para, en un intento suicida, tratar de escapar del Kabul talibán. El avión se eleva en el cielo y, en un momento dado, vemos unas sombras, que corresponden a unos cuerpos, que se desprenden del aparato y emprende su lineal y aplastante viaje para acabar estampados en el suelo. Nada une, en contexto vital, pensamiento, experiencia, o en tantas otras facetas de la vida, a los que en 2001 caían de las ventanas de un rascacielos o a los que, hace unos días, se soltaban de aviones que aceleraban con fuerza irresistible. Sin embargo, al menos un aspecto del final de sus vidas si es plenamente común; la desesperación. La absoluta impotencia de lo que están viviendo, el no entender que pasa. Uno se levantó en su piso norteamericano, desayunó y se fue al trabajo esperando, y confiando, en que la jornada laboral no le deparase sorpresas desagradables ni marrones. El otro, desesperado tras la toma talibán del poder, conocedor de cómo se las gastan esos fanáticos, sabedor de la mentira que propagan de puertas para afuera para ocultar las barbaridades que van a hacer de puertas para dentro, corrió una mañana hacia el aeropuerto de Kabul, proviniendo quizás de la ciudad, puede que como última etapa de un largo y peligroso viaje por el interior de su país, con el objeto de escapar de la locura. Es difícil encontrar dos historias vitales más distintas, más separadas en forma y fondo, en preocupaciones y angustias vitales, pero más unida por la tragedia final de sus vidas. En cierto modo la existencia segada, más bien aplastada, del hombre que cae de lo alto del cielo de Manhattan es lo que va a acabar provocando la caída del hombre del avión que despega en Kabul. Hay un hilo finísimo, invisible, pero tenso, que une ambas vidas, y que las arrastra inevitablemente al abismo del que no van a volver. Durante los años anteriores al 11S no es descabellado pensar que el oficinista no supiera nada de un lugar llamado Afganistán, y durante gran parte de la vida del afgano fallecido el 11S y sus consecuencias han sido, probablemente, el acontecimiento que ha determinado su existencia y la de todos los suyos. Pero ni uno ni otro soñaron nunca con que sus vidas concluirían de una manera tan cruel y absurda, tan brutal, destruidas por la ceguera terrorista y la incompetencia militar. Ambos nunca se conocieron, era imposible que llegaran a saber de su existencia mutua el tiempo en el que compartieron vida y amaneceres en este planeta, pero sus destinos, trágicos, enmarcan estas dos décadas de geopolítica e historia.
En medio de estas dos vidas, años y años de esfuerzo, inversión, dispendio, vidas, violencia, estudio, cooperación, trabajo, entrega, proyectos, atentados, escuelas, enseñanza, operaciones, desarrollo, contrainsurgencia, terrorismo, entierros, lutos, nacimientos, y un sinfín más de hechos y experiencias que algún día serán contadas en su integridad en un buen libro, que servirá para enmarcar el fracaso de la misión norteamericana en los pedregales de Afganistán, el desastre que para la OTAN ha supuesto la intervención, el desprestigio que occidente ha, hemos, cosechado con la forma de actuar y, sobre todo de huir, y la sensación de que lo construido en estas dos décadas en la sociedad afgana, que no ha sido poco, puede deshacerse como lo hace un cuerpo cuando, a cientos de kilómetros por hora, se estampa contra el duro suelo.