Kabul cayó en poder de los talibanes un 15 de agosto, uno de los días más tontos de occidente, ni les cuento en España. Festivo casi global, vacacional extremo, con calores habituales que en nuestro país se tradujeron en una ola soporífera de sofoco que asfixió a casi todas las regiones, excepto las de la cornisa cantábrica, asomadas a un balcón de otoño en verano. Casi nadie estaba atento, en el chiringuito o en la eterna modorra del día, a lo que pasaba en Afganistán, pese a que los informativos llevaban narrando desde hace unos días una realidad que distaba mucho de ser la esperada, menos la prevista.
El día en que cayó Kabul los oficiales y servicios de inteligencia del mundo occidental esperaban que los talibanes estuvieran a cientos de kilómetros de ahí, a muchas provincias de distancia. Esperaban que se hicieran con el poder, pero mucho más tarde. Las lumbreras que trabajan en esos puestos, que saben mucho más que yo y ni les cuento la diferencia respecto a los sueldos, preveían hace un par de meses que los talibanes se harían con el poder en un año, y a principios de agosto ya daban por caída Kabul en torno al otoño avanzado. En apenas siete días de la segunda semana de agosto el ejército afgano, entrenado y suministrado por EEUU y el resto de países occidentales, poseedor de un armamento de última generación valorado en decenas de miles de millones de dólares, se deshizo a la misma velocidad con la que cayeron las torres gemelas hace ahora veinte años, con la diferencia que ella fueron abatidas tras cruentos ataques, y esa formación militar de la nación afgana apenas ha mostrado resistencia alguna y la “blitzkrieg” realizada por los talibanes se ha desarrollado en terreno yermo de enemigos. A tres días de la caída de la capital nadie, en las cancillerías europeas y menos en Washinton, quería saber nada sobre un escenario de derrota y desplome, porque directamente ni se contemplaba, mientras que los fanáticos de los turbantes y barbas sí que contemplaban, literalmente, los arrabales de una ciudad que ya acogía a miles de refugiados del resto del país, que huían de las zonas en las que el islamismo sádico ya había reconquistado el poder. Mientras en despachos de agencias y comandancias se seguía viviendo en una ilusión, los talibanes decidieron entrar en Kabul y dar por terminada su reconquista del poder, de una manera tan aplastante como ridícula para sus presuntos oponentes, ausentes por completo. El hasta entonces presidente Ghani, que dese hacía semanas negaba la peligrosidad del avance talibán, y desde hacía días se ofrecía a negociar con ellos un reparto del poder, huía del país de una manera tan cobarde como pocas veces se ha visto, demostrando entre otras cosas que poder, lo que se dice poder, tenía bien poco, más allá de la periferia de la ciudad que es la capital de ese presunto país, nido de tribus y grupúsculos en los que décadas de presencia occidental apenas han sido capaces ni de entender y menos unificar. Con el calor a plomo cayendo, muy por encima de los cuarenta, en el 15 de agosto español, es casi seguro que en Kabul hacía más fresco que en algunas de nuestras capitales de provincia, pero donde sí que se estaba fresquito era en las suntuosas salas de los palacios presidenciales de la capital afgana, donde empezaban a deambular sujetos enturbantados que hacían la competencia en extravagancia y miradas perdidas a algunos de los farsantes que asaltaron el Capitolio el pasado día de Reyes Magos, con la diferencia de que los de las barbas y rifles al hombro sabían que venían para quedarse, mientas que los payasos de los cuernos y las teorías conspiratorias hacían su propio tour turístico por el edificio de Washington antes de que la razón se impusiera y les desalojara. Pocas escenas tienen tan poco que ver y, sin embargo, poseen parecidos estéticos y un mismo significado, el fracaso del omnímodo poder norteamericano.
El día en que cayó Kabul no podías imaginar que los medios te iban a empezar a mostrar imágenes de un remoto aeropuerto asaltado por una turba de desesperados que trataban de huir de un régimen de pesadilla del que muchos, por edad, sólo habían conocido de oídas y por lo que habían leído, pero que su mera imaginación les producía el mismo miedo que a los que lo vivieron, mejor dicho, sobrevivieron, hace dos décadas, cuando su efímero reinado de poder sumió al país en lo más oscuro del medievo. No podías imaginar que la caída de Kabul se iba a dar, ni que sería de una manera tan humillante, no sabías nada de lo que iba a pasar a partir de entonces. En eso, no en sapiencia y sueldo, estabas tan anonadado como los más sesudos analistas de las agencias de inteligencia y seguridad occidentales. E igual de fracasado.
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