Se hace bastante cuesta arriba contemplar en directo, ante nuestros ojos, el fracaso en Afganistán, fracaso no sólo referido a la operación de rescate in extremis que estamos desarrollando ahora mismo, en la que el miedo a la violencia talibán genera histeria en la población y un evidente temor en las fuerzas militares occidentales que tratan de evacuar a los que pueden antes de que venza el plazo del próximo martes 31 de agosto. Resulta bastante obvio saber quién tiene ahora mismo el poder en aquel lugar, y quiénes son los hostigados. Y este fracaso final es el colofón al fracaso general de la intervención en aquel país. Amargura sin límite para contemplar lo hecho y lo no.
Cierto es que estas dos décadas de intervención han conseguido fundar los pilares, en parte de la sociedad afgana, de un estilo de vida y valores occidentales, con derechos para todos y acceso a la educación. Y han sido las mujeres afganas las grandes beneficiadas de las conquistas sociales y culturales que se han logrado, dado que partían de la nada, de su consideración como meros animales reproductivos sin estatus propiamente humano. Todo esto ahora no es que esté en peligro, sino que literalmente puede ser barrido de la mano de los barbudos armados, y esa es la dimensión global del fracaso, el no haber sido capaces de crear un sustrato social que pueda y quiera defenderse ante el retorno a la barbarie que imponen partes de su sociedad. Los talibanes son parte de Afganistán, ineludible, inextirpable, pero no por ello dominante, no están predestinados a dominar al resto. Pero sí son los que empuñan las armas con fe y convicción, y eso les da un poder enorme. Frente a ellos, el estado afgano creado en estas dos décadas se ha mostrado no ya pusilánime, sino simplemente inexistente. Ha mostrado ser un cascarón vacío, una tramoya en la que algunos personajes secundarios ejercían el teatro del poder en un Kabul nada representativo del resto del país, poder que no llegaba mucho más allá de algunas manzanas de distancia de los palacios presidenciales. Las tropas de los EEUU y el resto de contingentes internacionales le otorgaban al gobierno afgano un cierto aire de control del territorio y sociedad, pero su marcha le ha dejado completamente desnudo. El ejército afgano, formado y dotado con los mejores elementos de la técnica norteamericana, en el que se han invertido miles de millones de dólares, ha sido un patético ejemplo de hasta qué punto la falta de convicciones y la inexistencia del estado era total. Ahora todo ese material militar ha caído, como un regalo de Alá, en manos de los talibanes, que se encuentran así con la perfecta conjunción de armamento y moral para imponer sus designios al resto de la población. El peor de los escenarios posibles es lo que ahora se vive en Kabul. El intento de crear un estado desde arriba, sin contar con las particularidades de la sociedad afgana, sin llegar a entenderla en ningún momento, y controlado por fuerzas extranjeras que eran vistas por muchos afganos como invasoras de su nación, ha resultado ser un fracaso absoluto, y frente a las tesis de algunos analistas occidentales, que aseguraban que estaban plantadas las semillas de una sociedad abierta y plural, la cruda realidad ha demostrado que bastaba el soplo de los talibanes para convertir, otra vez, al crudo suelo afgano en un lugar yermo, lleno de miedo y ausente de derechos y libertades.
Esta viene a ser la tesis de Daron Acemogú, coautor de dos excelentes libros “Por qué fracasan los países” y “El pasillo estrecho” en su último artículo publicado en la web, (gracias JLRC) en el que incide en que los EEUU estaban condenados, por la manera en la que han actuado, a conseguir el resultado que vemos en lo que hace al desmoronamiento del estado afgano, independientemente de la forma en la que se hubiera ejecutado la saluda del país. Hacerla como la estamos viendo ahora viene a ser el colofón final del desastre. Creo que Acemoglu tiene bastante razón, aunque es cierto que bastaban unos pocos miles de efectivos en el país y el no anuncio de salida para mantener la situación aparentemente bajo control, pero desde luego su tesis es una patada en sus partes a muchos pensadores, militares y ejecutantes de políticas que, sí, han fracasado. Todos los occidentales hemos fracasado en Afganistán
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