Si son lectores habituales de
este rincón (mil gracias por ello, mil!!!!) se habrán dado cuenta de que he
hablado muy poco de la cuestión catalana. No porque no la considere importante,
porque lo es, y mucho, sino por un mero hartazgo, hastío, pereza, una sensación
de desgana. Me aburre solemnemente el tema del nacionalismo, en este caso el
catalán, y los continuos esfuerzos que emplea en dividir sociedades, crear
trincheras y fabricar falsos frentes de buenos y malos. En el País Vasco
sabemos mucho de esto. Creía, ingenuo y tonto de mi, que los catalanes no repetirían
los graves errores cometidos por los seguidores de Sabino Arana, pero van uno
tras otro por el mismo camino.
Legalmente lo del domingo no será
un referéndum, sino más bien una representación, amplificada y más compleja, de
lo que ya vivimos el 9N de hace unos años. Sin embargo el constante bombardeo
mediático de los independentistas y su gestión exclusiva de las instituciones
catalanas ha convertido a este problema en algo mucho más grave. Ahora mismo
parte del estado, la Generalitat catalana lo es, se encuentra en un estado de
abierta rebeldía contra el resto de la institución gubernamental y el conjunto
de la nación. Puigdemont, como cabeza, representa el uso sectario y privado de
las instituciones públicas, uso envuelto en una estelada, que ha convertido a
la Senyera en pieza de museo, y con la boca llena todo el día de términos
amables como democracia y voto, los pervierte a cada instante con los hechos
que realiza. No son sus discursos el fiel de la balanza por el que nos debemos
guiar, sino sus actos, y ya vimos todos en las sesiones tumultuosas del
parlamento catalán de principios de septiembre cómo la democracia, que se
representa en esa institución, era pisoteada por unos totalitarios, vestidos en
este caso de patriotas catalanes. Lo allí sucedido hubiera gustado mucho a los
falangistas de los años treinta, que odiaban el parlamento y soñaban con
cerrarlo, o mejor aún, dejarlo abierto pero convertido en un burdo teatro.
También aplaudían con fuerza en esas fechas los batasunos, profesionales a la
hora de acallar voces y conseguir transformar los hemiciclos en cáscaras vacías,
llenas de miedo y silencio ante sus actos callejeros. Los nazis, inventores
casi del modelo moderno, estarían orgullosos de cómo algunos de los que se
llaman a sí mismos como enemigos radicales del totalitarismo les siguen los
pasos, soñando quizás también con leyes habilitantes que les hagan inmunes ante
un control parlamentario en el que no creen en lo más mínimo. Todos estos
personajes, y muchos otros, de la historia, la pasada y la más actual, han
actuado movidos por distintas ideas y creencias, pero todas ellas forradas de
banderas, banderas que han convertido en dioses de su credo, en todopoderosas
expresiones de una fe ante la que no hay nada que se detenga, y mucho menos los
individuos particulares, meras piezas de quita y pon en el amplio y sagrado
proceso de la construcción nacional. Esas banderas al final se han llenado de
sangres, se han deslegitimado por el rastrero uso que hicieron de ellas los fanáticos,
y se han convertido en símbolos de odio, de exclusión, de separación, señal de
huida para los que no quieren meterse en problemas. Lo
decía ayer JI Torreblanca mucho mejor que yo. Todo esto no va de democracia,
por mucho que se la invoque, sino de nacionalismo, de exclusivismo, de
distinción, de superioridad de unos frente a otros, de violentar la ley que
iguala a todos, ricos y pobres, seamos de donde seamos, para crear un régimen
en el que unos tengan y otros no, unos sean y otros no. Lo de siempre, lo que
tantas desgracias a traído a Europa a lo largo de su historia. Lo que nunca
aprendemos. De ahí mi tedio con el tema.
El lunes será 2 de octubre, y
entonces, como diría Monterroso, el problema seguirá ahí. Será necesario mucho
diálogo, y más que probablemente nuevas elecciones autonómicas, quizás también
generales, para que una nueva composición del parlamento catalán pueda entablar
un proceso de acuerdo con el conjunto de la nación, traducido más que probablemente
en un régimen fiscal que sea privilegiado respecto al resto, como ya lo es hoy
en día el cupo vasco. Pero la fractura social, los desgarros provocados en la
sociedad catalana y el resto de España, la cuña que el nacionalismo ha logrado
introducir, eso durará décadas y costará mucho sanar. Ese problema quizás no
acapare telediarios como el actual simulacro de votación, pero será igual de grave,
profundo y, me temo, mucho más duradero.