Una de las impresiones que he
sacado de mis breves días en París y alrededores es que la gente allí está
menos enganchada que nosotros a dispositivos electrónicos. El Smartphone se ve
por todas partes, sí, pero no es el rey absoluto del tiempo de los franceses.
Hay muchos que, en el transporte público leen periódicos en papel, libros en
formato clásico o simplemente miran por la ventana. Ese muchos se debe entender
en relación a los que aquí practicamos esas costumbres (casi nadie). Quizás sea
una percepción errónea, como otras que uno cree detectar de la observación de
la vida, pero es lo que me ha parecido
Y eso provoca escenas en las que
el leer sea el componente principal, el dejarse la mirada, la mente y toda la
existencia entre las páginas, el ser captado por la historia o ensayo que en
ellas se relata y abstraerse por completo de todo lo demás. Es este uno de los
vicios más onanistas y placenteros posibles, y qué poco lo practicamos, y
cuántos obstáculos se interponen ante nosotros para lograrlo. Creo que era la
tarde del viernes 15, o quizás la del sábado 16, no estoy seguro. Iba paseando
por la orilla del Sena junto a unos puestos en los que se vendían libros
viejos, postales, afiches y demás objetos que parecían sacados de la feria del
libro viejo que se suele organizar en Madrid en el Paseo de Recoletos.
Curioseaba entre los puestos, sin intención de comprar, dado que no se francés,
y junto a mi algunas personas merodeaban con curiosidad, fijándose en lo
expuesto. En un momento dado llegué a un puesto en el que una chica, de pie,
junto a un montón de libros, leía. Era de melena rubia, corta, estatura
mediana, sin gafas. Llevaba una chaqueta corta de cuero, unos vaqueros
convencionales y unos botines negros. Pasé a su altura y avancé unos metros. A
una distancia prudencial, no pude evitar girarme, y ahí seguía, leyendo. Sostenía
el libro con las dos manos, en una postura erguida, pero con aire relajado. La
mirada completamente fija en las páginas, que dado cómo pasé junto a ella
desconozco por completo a qué obra pertenecerían. Estaba en un sitio no
excesivamente concurrido, pero sí de paso frecuente de personas, que iban y
venían a su lado sin que ella alterase el gesto o postura en lo más mínimo.
Movió las manos para pasar de página, y siguió absorta en su lectura. Y junto a
ello, en torno a su figura, una ciudad enorme, desbordada, ruidosa, caótica y
frenética giraba sin cesar, emitiendo toda clase de perturbaciones, a las que
la lectora era inmune. Nada, ni el tráfico tan duro ni el viento que en ese
momento arrastraba nubes que, en pocos minutos, serían lluvia. Ni los olores de
los tubos de escape o el petardeo de las motos. Nada perturbaba su concentración.
Durante el tiempo en el que ella estuvo allí el mundo no existía, o más
exactamente, su mente estaba en otro mundo, a saber cuál. Y me arriesgo mucho
al decirlo, ya lo se, pero creo firmemente que en ese instante de evasión esa
chica era completamente feliz. Quizás en uno de los grados más plenos de los
que puedan imaginarse.
Pocos segundos estuve mirando
aquella estampa lectora, suficientes para sentir, yo también, algo de
felicidad, un pelín de envidia, y curiosidad por saber cuál sería el texto que estaba
llegando tan al fondo de aquella letraherida mujer. Seguí mi paseo, rumbo hacia
otro destino que tenía pensado visitar, en el que, como he anticipado antes,
coincidí con la lluvia que amenazaba con llegar. Pero, paraguas en mano,
guarecido de las gotas, no pude evitar pensar en la lectora, si salió corriendo
bajo el chubasco o, buscando un refugio en un toldo improvisado junto al
puesto, siguió con su lectura. Apuesto, a riesgo de equivocarme nuevamente, a
que fue esto último lo que sucedió.
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