Esta
semana se inaugura la nueva terminal del nuevo aeropuerto de Beijing Daxin.
Situado a 46 kilómetros al sur de la plaza de Tiananmen, la instalación
consiste en un único edificio, que se convierte en la terminal más grande del
mundo, con forma de estrella de mar, con cinco brazos que se extienden medio
kilómetro desde su núcleo central. Diseñado por la fallecida arquitecta Zara
Hadid, muestra desde el aire unas formas orgánicas a la vez que futuristas, que
se realzan en su interior, de un blanco impoluto. Se prevé que de servicio a
decenas de millones de usuarios y complemente al enorme, y camino de
saturación, aeropuerto internacional de la ciudad, sito al noreste.
Un
edificio de este tipo está asociado a cifras mastodónticas, tanto de variables
de obra como financieras, y la tendencia a expresarlo todo en la unidad internacional
de medida, el campo de fútbol, es tan tentadora como carente de sentido cuando
esas unidades se cuentas por muchos millares, pero hay una cifra que es la que
me parece más reveladora de todas ellas, y se mide en tiempo. El aeropuerto
empezó a construirse en 2016, y tres años después, repitos, tres años después,
se inaugura. Los mies de metros cúbicos de hormigón, los miles de millones de
euros de presupuesto, los intuyo miles y miles de empleados que han trabajado
para levantar semejante mastodonte y toda su infraestructura apenas son
anécdotas frente a la velocidad, inaudita, con la que todo el complejo se ha
erigido. En lo que lleva construir un bloque de pisos se ha construido en China
la mayor terminal aeroportuaria del mundo. El reto logístico es descomunal,
pero aún más lo es la fuerza de voluntad y la determinación que han mostrado
las autoridades y todos los implicados en un proyecto semejante. Y pongo a las
autoridades delante no por casualidad, sino porque el régimen chino es el que
dictamina qué se construye, cómo, cuándo y para qué. Y el resultado asombra.
Uno observa imágenes por internet de lo que eran las ciudades chinas hace
veinticinco años y lo que son ahora y el cambio es tan radical que parece
imposible que haya sucedido, pero es que esa misma sensación se obtiene
contemplando escenas de centros urbanos de hace cinco años respecto a hoy. Bosques
de rascacielos surgidos de la nada ocupan terrenos que hasta hace apenas unos
instantes no eran sino conjuntos de casas bajas, allí donde existían
edificaciones. El mapa del gigante asiático está lleno de urbes de nombres que
nos son completamente desconocidos pero que dejan, en población y edificios,
convertidas a las capitales europeas en pequeñas villas rurales. Y eso por no
hablar de megalópolis como la propia Beijing, Shanghái, Xenxen y otras, cuyos
habitantes se sitúan ampliamente por encima de los 15 millones de habitantes y
cuyos centros de negocio urbano ya no compiten con los occidentales, sino que
simplemente los rebasan sin pudor alguno. Apenas Nueva York o Tokyo son capaces
de compararse con la imagen de esas megalópolis chinas. Cierto es que los niveles
de renta de nuestras ciudades están a una altura comparable a la de sus
rascacielos y los suyos son como nuestras tramas urbanas, pero ese diferencial
también se acorta día a día. Pero es que si uno se sale de las ciudades
comprueba que China ya comienza a poseer los récords mundiales de edificación
en todo tipo de infraestructuras. Presas, puentes, túneles, kilómetros de alta
velocidad…. Se puede coger cualquier clasificación y los puestos que hasta hace
poco estaban bastante ocupados por los países europeos y copados por EEUU son
ahora pasto de los chinos, encontrándose lugares desconocidos. Por ejemplo ¿les
suena el nombre de Guizhou? Quizás no, a mi hasta ayer nada de nada. Pues en
esa provincia se acaba de inaugurar el puente sito en el lugar más alto del
mundo y que cruza el valle más alto, con más de quinientos metros de caída
desde su vano atirantado. Otra joya de la ingeniería que ha recibido un
montón de premios y se suma a los muchos récords que caen del lado chino. Poco
a poco estas clasificaciones serán, todas ellas, dominadas por infraestructuras
de esa nación.
Estos
datos dicen muchas cosas, pero una de ellas, y de las más relevantes, es que el
poderío de China como nación y economía no deja de crecer con el tiempo, y su
primacía mundial empieza a ser no ya un juego de rivalidad con EEUU, sino otra
clasificación que se decanta de su lado. Cierto es que son serios y profundos
los problemas económicos, conocidos y no, que se viven en aquel país, pero su
crecimiento no cesa, y si en tres años es capaz de hacer el edificio que
inaugura hoy, en diez no quiero imaginar lo que puede alcanzar, y lo poco que
las viejas y escleróticas naciones europeas podemos hacer para resentir
semejante empuje. Da para pensar.
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