Desde
su llegada a la Casa Blanca, la posibilidad de que se lleva a cabo un
“impeachment” ha estado muy presente en todo lo relacionado con Trump. Se han
buscado todo tipo de causas, financieras y políticas, y alguna han llegado tan
lejos como la investigación de la trama rusa en las elecciones de 2016, que
contó con un fiscal especial para estudiar todo el proceso. Sin embargo, pese a
que basta con analizar cada uno de los episodios de la vida privada y pública
del personaje para encontrar sospechas de corrupción, nunca estas acusaciones
han pasado a más. Nunca, hasta ahora, con la trama ucraniana.
El
asunto ucraniano tiene un poco de todo, y se presenta apenas a un año de las
próximas elecciones presidenciales, lo que lo hace aún más potente para ser
utilizado por los dos partidos como arma arrojadiza. Simplificando las cosas,
se acusa a Trump de haber presionado al nuevo presidente de Ucrania, el cómico
Zelensky, con bloquearle ayuda financiera y militar norteamericana ya
comprometida si no investigaba y encontraba pruebas de corrupción en los
negocios que desarrollaba en aquel país uno de los hijos de Joe Biden, el que
fuera vicepresidente con Obama y hoy en día serio aspirante a conseguir la
nominación republicana para las presidenciales del año que viene. Hay
conversaciones telefónicas, cuyas transcripciones se conocieron ayer, que
dejan en bastante mal lugar a Trump y siembran una profunda sospecha sobre qué
es lo que quería hacer el presidente y hasta qué punto puso por encima sus
intereses personales y de partido frente a los de la nación. El caso es
potente, tiene todos los ingredientes necesarios para que pueda salir adelante
y, potencialmente, puede ser muy lesivo para los republicanos. Como les decía
antes, llenos de ganas de iniciar el procedimiento desde el inicio de esta
presidencia, los demócratas finalmente han arrancado ese proceso que tiene la
palabreja anglosajona larga, que pudiera traducirse más o menos como de
destitución. Es un juicio político que realizan las cámaras (representantes y
senado) y que exige mayorías reforzadas en ambas para, si se prueba y demuestra
la realización de los delitos de los que se acusa al presidente, sea aprobado
por ellas la destitución de la persona que ocupa el cargo. Como verán, existan
esos delitos o no, no hay tribunales de por medio que los juzguen sino
hemiciclos, reuniones de parlamentarios, por lo que es la composición de la
mayoría en esas cámaras las que determina que una acusación y proceso de este
tipo salga delante o no. Los demócratas tienen suficientes votos en la cámara
de representantes para iniciar el proceso, que es en lo que están ahora, en la
recluta de votos, pero no tiene las mayorías necesarias ni en esa cámara ni en
el senado para que las resoluciones de destitución puedan ser aprobadas. Haría
falta que no uno ni dos, sino varios republicanos de ambas cámaras cambiasen el
sentido de su voto para que prosperase algo así, y pedir un acto semejante a un
año de las elecciones resulta, cuando menos, utópico. Es por ello que, con alta
probabilidad, el “impeachment” no salga adelante, pero a buen seguro va a monopolizar
el intenso debate de la eterna precampaña electoral presidencial, que dura
aproximadamente un año. Para los demócratas es una pieza clave para movilizar a
los suyos y tratar de convencer a los contrarios de la nefasta figura que es
Trump para la presidencia e imagen de los EEUU. Para los republicanos, este
procedimiento supone evidenciar la caza de brujas a la que se refieren
constantemente cuando hablan de los intentos de la prensa y grupos opositores
de culpar al presidente de todos los males y delitos posibles. Su estrategia
pasa por hacerse la víctima ofendida de una campaña de acoso injusta y falsa,
como todas las anteriores, y volver a insistir en el discurso del voto del
pueblo frente a las orgullosas élites que no aceptan que Trump haya roto su
ecosistema. Ambas visiones se enfrentarán a cara de perro hasta noviembre del
año que viene y de cómo exploten la situación, y del juego que el caso de,
dependerá en gran parte el resultado electoral.
Lo
que nos dice la experiencia sobre procesos similares anteriores es confuso. Dos
son los casos más estudiados en el pasado, ninguno de ellos acabó suponiendo la
destitución presidencial, pero tuvieron efectos dispares en la valoración del
presidente. A Nixon le supuso un gran dolor de cabeza y consiguió que las
encuestas, que siempre le sonrieron, le abandonaron. Clinton, envuelto en el
caso Lewinsky, vio como las encuestas le favorecieron al final de aquel cómico
y algo escatológico asunto, haciendo valer el victimismo en su caso. ¿Qué
ocurrirá ahora? Estando Trump de por medio cualquiera sabe,
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