Ayer, poco antes de las 23 horas, cuando el día ya estaba finiquitado, se conoció la noticia de la muerte de Mijail Gorbachov, a los 91 años de edad. Gorbachov fue el último presidente de la URSS, del mundo soviético, una estructura de poder dictatorial que marcó gran parte del siglo XX y sin la que no es posible entender nada de lo que pasó en tantas décadas. Su papel a la hora de gestionar el imperio soviético y su caída es determinante, y sólo por ello pasará a la historia con grandes letras. Agraciado con el Nobel de la paz, y en esta ocasión muy merecedor de ello, el hombre de la mancha roja en la cabeza marcó una época y, sin quererlo, cambió el mundo.
Acostumbrados como estábamos a la gerontocracia que regía la URSS, en la que se sucedían secretarios generales comunistas cada vez más decrépitos, la llegada del cincuentón Gorbachov supuso ya, desde el inicio, una revolución en lo estético. Criado en el partido desde sus inicios, era miembro destacado de la nomenkaltura, con k, y creyente fiel de la doctrina comunista. Creía en el estado al que pertenecía y la dictadura que lo regía, pero era de los que veían como su nación era adelantada por todas en aspectos económicos y tecnológicos. Occidente hacía tiempo que llevaba una enorme ventaja en desarrollo, bienestar y tecnología mientras que la URSS seguía infundiendo miedo y respeto como enorme potencia militar que era, pero la cuota de productos que exportaba dentro del comercio mundial se había ido reduciendo año a año. Su PIB estaba estancado y la pobreza de sus habitantes crecía sin cesar dentro de la cárcel en la que vivían, vendida en todo el mundo como el paraíso de los trabajadores. Gorbachov sabía que la reforma era el precio que había que pagar para tratar de salvar el imperio, el partido y todo aquello a lo que había dedicado su vida. Al poco de llegar al poder conocimos dos palabras rusas que fueron las que marcaron su mandato; perestroika, o reformas, y glasnot, o apertura, transparencia. Ambas fueron testadas al año siguiente, cuando se produjo el desastre nuclear de Chernóbil, y tras intentar ocultarlo, el propio Gorbachov acabó compareciendo en la televisión para contar lo que había pasado. Era algo inaudito. El intento de remover las estructuras de poder soviético para lograr dinamismo y el de aumentar las libertades y posibilidades de los ciudadanos para dinamizar la economía se topó con enormes resistencias internas. Mientras en el exterior la imagen de Gorbachov no dejaba de ascender a medida que firmaba tratados de no proliferación nuclear, en el interior su figura empezaba a ser cuestionada por aquellos que, detentando el poder desde hace décadas, podían empezar a perderlo. Quería reformar un régimen, pero el estado de podredumbre en el que se encontraba hacía que tocar cualquier cosa sería supusiera acercarse demasiado a un riesgo de derrumbe. En 1989 el muro de Berlín cae, las naciones del este de Europa, que llevaban décadas sometidas al yugo soviético, se independizan, y el imperio empieza a resquebrajarse por completo. Gorbachov ve como parte de la esencia soviética colapsa ante sus ojos, seguramente sin pretenderlo, pero debido en gran parte a los movimientos que ha propiciado. El propio concepto de URSS empieza a ser ajeno a una realidad que lo supera, y el tinglado comunista se cae. Gorbachov sufre un golpe de estado interno por parte de fuerzas, principalmente militares, pero también de los servicios de seguridad, el KGB, que trata de revertir el derrumbe para volver a los tiempos pasados, pero eso ya no es posible. El golpe fracasa, pero Gorbachov, aislado, no puede hacerle frente. Será el alcalde de Moscú, Boris Yeltsin, el que capitalice el hartazgo popular y se enfrente a los golpistas en las calles. Tras el fracaso de la intentona el poder del partido se ha evaporado, y el secretario general del mismo, Gorbachov, pierde toda la capacidad de mando que pudiera tener. Yeltsin se hace con el poder de una nueva nación, Rusia, que arría la bandera comunista del kremlin y eleva la tricolor blanca azul y roja. Un imperio dotado de miles de cabezas nucleares se deshace ante el mundo sin que un solo misil sea disparado. Historia con H tan mayúscula como sorprendente.
Gorbachov es “prejubilado” y se convierte en un héroe para el mundo y, para muchos rusos, con el tiempo, en el causante de su decadencia. El mandato de Yeltsin comienza con esperanzas de libertad y crecimiento económico pero acaba sumido en el caos, la corrupción, el enriquecimiento desaforado de los oligarcas que se quedan con los restos del mundo soviético y el empobrecimiento generalizado de una población que achaca a Gorbachov su infortunio. “Antes éramos pobres pero imperiales, ahora sólo pobres” parecen pensar muchos. Ese será el caldo de cultivo en el que prosperarán los antiguos jerarcas del KGB para hacerse con el país, con un tal Vladimir Putin a la cabeza. Veremos como el actual dictador reacciona a las exequias de quien fue su jefe en un pasado tan cercano y, a la vez, remoto.